House of Cards: La representación de la psicosis americana

Una reseña de la 5ta temporada (contiene spoilers)

“Todo se reduce siempre al poder” –Stephen King.

            La ficción siempre será una representación de un fragmento de la realidad. Ésta dependerá de todas las subjetividades que la representen, pero en algunos casos tal representación puede funcionar como una advertencia de que lo real es aún más peligroso. Piensen en los Estados Unidos de Norteamérica y en su actual presidente Donald Trump y en como llegó a ser el ocupante de la Oficina Oval. Las explicaciones seguramente son muchas pero entre ellas quizá podamos encontrar el hecho de que la sociedad norteamericana está pasando un periodo de psicosis colectiva en el que la razón ha sido hecha a un lado para dar paso un tipo cuya salud mental cada vez está siendo más cuestionada en todos los frentes, incluso en los que él mismo ha abierto durante el breve período que lleva su administración.

Como nadie lo ha hecho, los productores de House of Cards han entendido perfectamente que están contando la historia de un país psicótico y, por ende, han construido la quinta temporada de esa serie en torno a personajes que en la búsqueda del poder absoluto han perdido completamente la razón. Y no es que Frank y Claire Underwood hayan sido durante las anteriores entregas de la serie un ejemplo de cordura, pero el gran acierto de la temporada recién estrenada en Netflix recae en que la gran mayoría de sus acciones están determinadas por una creciente y enfermiza sed de poder cuyo triunfo solamente es posible porque su locura ha trascendido cualquier tipo de límite y ha encajado a la perfección en una sociedad que atraviesa por un episodio psicótico.

No hay lugar para la razón en esta temporada. Si bien todo lo que sucede es una consecuencia lógica de los hechos presentados en las temporadas anteriores,  todos los personajes se deslizan por un tobogán hacía el inframundo de la perdición y la locura. Frank Underwood (soberbio Kevin Spacey) es un hombre desesperado por mantenerse en la silla presidencial a costa de todos. Su locura adquiere tintes mesiánicos cuando cree que solamente él tiene las respuestas para el pueblo norteamericano. Todos quienes le rodean se han convertido en simples títeres manipulables a su antojo para quedarse en el poder. Es capaz de llevar a la locura a Will Conway, su rival en las elecciones, y destruirlo inmisericordemente.  Y no solo eso, tiene también la capacidad de coaccionar al líder de la campaña de Conway para sumarlo a su equipo simplemente porque reconoce en Mark Usher (un fantástico Campbell Scott) a un elemento maleable en términos morales que le ayudará a conseguir sus fines.

En concordancia con lo anterior es interesante la exploración que hace la temporada de la relación entre Underwood y su Jefe de Gabinete Doug Stamper (Un Mark Kelly, merecedor de todos los premios por lo que hace en esta temporada). Lo que House of Cards busca al analizar a la codependencia entre ambos personajes es poner en la mesa una serie de elementos de carácter moral como la lealtad y el amor. Porque es evidente que Stamper ama a Underwood en un sentido que poco tiene que ver con lo sexual y que incluso se instala en las fronteras de lo religioso. Solamente así puede explicarse el hecho de que Stamper decida cargar con los crímenes del Presidente para que éste pueda seguir en el juego.

Si algo ha quedado claro es que todo lo que Doug ha hecho ha sido producto de los demonios que le persiguen, pero también porque es quizá el único personaje de toda la serie que carece de la ambición por el poder para si mismo. Y esta falta de ambición es lo que le lleva incluso a desconfiar de las intenciones de Claire Underwood (Robin Wright, cada vez mejor) pues comienza a darse cuenta que la esposa del Presidente es también un animal que prefiere cazar en solitario, una mujer alfa, que está en la búsqueda de lo que su marido también anhela: la sensación de tener el control total, de mirar al mundo entero bajo sus pies.

El protagonismo de Claire Underwood adquiere nuevas dimensiones. La cámara la va a seguir casi siempre en primer plano como si tratara de atisbar algún dejo de emoción en una mirada que se ha tornado cada vez más fría, cada vez más calculadora. Va mostrar a una “femme fatale” pero en una dirección que amplía el término. Porque el camino de Claire hacía la cima implica también la renuncia a cualquier tipo de principio moral, pero con un objetivo que va mucho más allá del que pudiera tener una villana que usa su sexualidad para atrapar incautos, pues a pesar de que es una mujer altamente sexual, empieza desenvolverse como un personaje con una habilidad cerebral y emocional, capaz de engañar incluso a su maquiavélico marido para arrebatarle rol que, según él, el destino manifiesto le había elegido. Pero también como un personaje que termina sacrificando todo resquicio de moralidad para hacerse poderosa. Será capaz de claudicar al amor de la manera más violenta, para enterrarlo en un recóndito lugar de su infierno personal, simplemente porque así conviene a sus fines. Al final romperá la cuarta pared, un recurso narrativo que hasta ese momento había sido exclusivo de Frank Underwood, mirando desafiante al auditorio  y esgrimiendo dos palabras que auguran una guerra entre los antiguos amantes y aliados.

Lo que hemos visto en esta temporada de House of Cards, es a un grupo de personajes decadentes llenos de daños mentales y emocionales completamente irreversibles, hombres y mujeres enfrentados a la razón cada vez que ésta les amenaza. No deja de ser algo sintomático que la voz más razonable sea la de Tom Hammerschmidt (Boris McGiver), un periodista. Para los Underwood y sus secuaces, Hammerschmidt es un enemigo no solamente porque está en la búsqueda constante de la verdad, sino porque representa a lo mejor que aún tiene Estados Unidos: la libertad de su prensa, una libertad enfrentada al fascismo maniático que florece cada vez más tanto en Frank como en Claire.

La ficción toma fragmentos de la realidad para nutrirse, retratarla y encuadrarla y así construir su narrativa. El retrato que ha hecho House of Cards en esta su quinta temporada es desolador y puede resultar chocante para mentes que prefieran esconderse de lo real tras mantos cargados de positivismo. Pero resultará épico para quienes ven en la ficción a un elemento más para entender mejor al mundo por más cruento, violento e insano que éste sea. Ha sido una temporada cargada de una brutalidad psicológica definitivamente no apta para cualquiera, el encuadre perfecto de una sociedad que en la realidad, ha elegido a un tipo como Donald Trump como su Presidente.

Un enorme logro.

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