La mujer que llora/Relato

Nueva España, finales del siglo XVI

Fray Bernal de Acevedo hizo el largo viaje desde Xochimilco hasta Huejotzingo, en las vecindades de Puebla de los Ángeles, con la intención de entrevistarse con fray Rodrigo de García. El anciano fraile se había negado durante mucho tiempo a aceptar la visita de su joven confraterno, pero un buen día Bernal recibió una misiva en la que fray Rodrigo le concedía una entrevista en el convento franciscano. El joven llegó a la cita justo cuando el sol alcanzaba el cenit, y fray Rodrigo lo recibió en su propia celda, donde se sentaron en sendos bancos incómodos frente a una austera y rústica mesa de leño.

-Te preguntarás porqué he decidido tan de súbito aceptar tu visita, cuando en semanas anteriores me había rehusado enérgicamente a recibirte -decía el anciano mientras el joven asentía silenciosa y respetuosamente. -Bien, he optado hacerlo para salvar tu buen juicio, pues por tus misivas tengo la sospecha de que está en peligro. Ahora, cuéntame todo lo que sucede en tu pueblo.

Fray Bernal dudaba sobre cómo empezar –Veréis, padre… Como sabéis los hermanos franciscanos tenemos por misión llevar la Palabra del Señor entre los indios y mestizos de Xochimilco… En particular, yo estoy encargado de un barrio en el que hay muchos de los últimos… mestizos, quiero decir. La gran mayoría de ellos son niños, hijos bastardos de madres indias engañadas o incluso violadas por soldados españoles. Mi trabajo es educar a los niños y a sus madres para que no vuelvan a sus prácticas idólatras.

-Bien, bien. En tus misivas hablas de una dificultad para cumplir tu misión y aunque sospecho en qué consiste, quiero que me lo digas tú mismo.

–Temo que no me creáis…

-Te prometo no dudar de tu honestidad.

Fary Bernal tomó un largo respiro -Una noche, hace ya varios meses, después de visitar la vivienda de una pobre india, madre de cuatro hijos mestizos, pasaba junto a uno de los canales, cuando sentí mucho frío repentino. Me volví, miré a mi alrededor y entonces vi un resplandor azul pálido que asomaba detrás de una esquina. No supe porqué, pero me llené de espanto y comencé a rezar a la Virgen y a los Apóstoles, pero pronto mi temor se convirtió en tristeza… en una melancolía muy profunda, cuando escuché un lamento. Doblando la esquina se apareció entonces el origen de ese resplandor -el joven fraile bajó la voz-. Era una mujer muy bella, de aspecto maternal y luminosa, pero muy triste, y venía clamando un llanto lastimero que iba así… -Fray Bernal lo dudó un segundo antes de repetir las palabras que había escuchado –¡No-cocone! ¡No-cocone!– el joven fraile se estremeció mientras las pronunciaba-. Y ese llanto me entristeció tanto, que me llevé las manos a los oídos y salí corriendo de allí…

El fraile hizo una pausa y en su expresión se podían ver mezclados el miedo y la tristeza más profundos. Era claro que se abochornaba ante la probabilidad de que su mayor no le creyera, pero también tenía  miedo de algo más

-Continúa -ordenó fray Rodrigo.

-Al día siguiente reflexioné sobre lo que decía esa aparición y me di cuenta que su lamento rezaba ¡Mis hijos! ¡Mis hijos! Pero, ¿qué era lo que había visto esa noche? Al principio pensé que se trataba de un fantasma, pues hay muchas historias en España de apariciones con forma de mujer que lloran por sus hijos. Averigüé entre mis hermanos franciscanos si alguien podría arrojar alguna luz sobre este extraño prodigio.

-Y permíteme adivinar lo que te dijeron nuestros hermanos -interrumpió fray Rodrigo-. Te contaron la historia de una mujer india que fue seducida por un soldado español en los días de la guerra contra los mexicas. El español le prometió hacerla su esposa y llevarla a España cargada del oro que obtuviera como botín de guerra, y ella, enamorada, permitió que aquel bruto engendrase dos o tres hijos en ella. Pero poco después de la victoria del ejército de Cortés, el soldado regresó a España, sin siquiera despedirse de su mujer e hijos. Ella, loca de celos y desamor, no podía ver ya a los ojos verdes de sus críos sin recordar la traición del vil soldado español, por lo que perpetró el abominable crimen de dar muerte a sus propios hijos. Pero al instante se arrepintió y salió a la calle dando gritos espantosos, llorando por sus hijos muertos. ¡Ay, mis hijos! ¡Ay, mis hijos!, gritaba. Después de morir, la mujer siguió vagando por las oscuras callejuelas de Xochimilco, llorando por sus hijos.

-Ésa fue la historia que los frailes me contaron, es verdad -dijo el joven fraile-. La mayoría de ellos la consideraba un cuento de indios y soldados ignorantes, pero algunos se estremecieron cuando la mencioné. En fin, pasaron algunas semanas y me olvidé de aquel espectro, pero una noche me lo volví a topar. Me encontraba viajando por uno de los canales en una lancha guiada por un indio remero, cuando vi surgir a la mujer de las aguas; ascendió como un vapor luminoso, y quedose flotando sobre la cristalina superficie. El remero y yo estábamos tan espantados que nos quedamos inmóviles cuando el espectro inició su canto lastimero. Como la vez anterior, al oír el lamento de esa aparición me llené de tristeza, de una tristeza tan profunda que olvidé lo que era la felicidad y perdí toda esperanza de sentir alguna emoción que fuera distinta a ese dolor agudo y sin límites del que mi alma era presa. Me dejé caer en el fondo de la barca y lloré, lloré como un niño… No, como un niño no, porque cuando un niño llora lo hace con la esperanza de que su madre venga a consolarlo, pero yo, en esa tristeza tan absoluta incluso me olvidé de Dios…

Fray Bernal guardó silencio y suspiró como alguien que lleva un enorme peso aplastando su alma. Fray Rodrigo colocó una mano paternal sobre el hombro de su joven hermano y lo invitó a proseguir.

-No sé en qué momento la aparición se fue. Sólo recuerdo haberme encontrado llorando y recuperar poco a poco la compostura. El indio remero estaba tan triste y desolado como yo, con su cara morena empapada de lágrimas y sus rasgos tiesos en una expresión de compungimiento. Cuando logramos calmarnos, seguimos nuestra ruta por el canal, hasta llegar al muelle que era nuestro destino. No dijimos palabra en todo el trayecto, pero al desembarcar le pregunté al indio sobre lo que acabábamos de presenciar, pero él se negó por completo a decir nada al respecto y me advirtió que no debemos hablar de cosas que espantan, porque ello las atrae…

-¡Y es sabio ese indio! -exclamó fray Rodrigo-. Hay gran verdad en lo que dice. Hablar, escribir o leer sobre las cosas oscuras de este mundo es como invocarlas y provocar que sus sombras se congreguen a nuestro alrededor. Ponemos en peligro la santidad de este convento al hablar de estos temas, pero confío en que aquí el imperio de Dios es tal que ninguna fuerza terrible debería ser capaz de penetrar… Pero continúa tu historia.

-Por las semanas siguientes estuve haciendo pesquisas entre los indios más viejos para encontrar alguna información sobre esa mujer que llora. Ellos me dijeron una historia muy diferente a la que cuentan los españoles. Me aseguraron que la mujer que llora no es otra que Tonantzin, una diosa a quien ellos consideran su madre. Según los indios, Tonantzin llora inconsolable desde los días de Moctezuma por la derrota de sus hijos y su reducción a la esclavitud y la servidumbre.

-¿Y tú qué opinas al respecto?

-Pienso que este espectro, sea lo que sea, es un peligro para españoles e indios por igual. Muchos indios están convencidos de que esa aparición es la diosa Tonantzin y mientras sea así, será difícil apartarlos de sus creencias bárbaras y acercarlos a la luz del Señor.

-¿Pero qué piensas tú de esa mujer que llora?

-Veréis, padre, yo solía creer que el demonio no se le aparece a los hombres ni posee sus cuerpos, sino que los tienta hacia el pecado y la maldad. Yo pensaba que los indios, en su ignorancia y simpleza, adoraban a dioses falsos e inexistentes, y no compartía la opinión de muchos religiosos que creen que los indios adoran al diablo. Pero después de haber visto y oído esa espeluznante aparición, no puedo más que pensar que el demonio se presenta en la forma de la diosa para apartar a los indios del camino del Señor y condenar así sus almas. Como el Maligno no puede provocar buenos sentimientos en los hombres, terror y tristeza es lo que emana de esta aparición. Por eso os escribí y os informé de este suceso antes que a nadie, porque sé que vos y vuestro maestro fray Guillermo de Balbuena conjurasteis al demonio que infestaba las ruinas del templo de Huichilobos.

-Y yo te respondí, una y otra vez, que lo mejor que podías hacer era olvidarte por completo de este asunto y predicar la Palabra a los indios sin pensar en esa mujer que llora ni en sus apariciones.

-Pero mientras ese demonio se aparezca a los indios y les haga creer que es una diosa que los ama, será casi imposible convencerlos de que Dios es el único y así salvar sus almas. Como siervo de Dios no puedo permitir, ni vos podéis, que el demonio engañe de esa forma a estos pobres indios y los condene al infierno. ¡La salvación de las almas de los nativos de esta tierra es nuestra responsabilidad!

-Y es por esa determinación tuya que decidí al fin concederte esta entrevista. Veo que estás decidido a luchar contra una fuerza que desconoces. Permíteme, pues, explicarte su naturaleza. Quería salvarte de conocer los horrores de los que he sido testigo, pero no me dejas más opción.

Fray Rodrigo se santiguó tres veces, rezó en murmullos varias oraciones, y luego procedió a contar su historia.la_llorona_by_nativecartoon-d5qd7gc

***

Corría el año de 1523, si no me equivoco. En ese entonces yo era un joven novicio que acompañaba y servía a fray Guillermo de Balbuena. Como sabes, él era el más reputado exorcista de la Orden, habiendo conjurado a más de una veintena de demonios que infestaban recintos o atormentaban a pobres almas infelices. Por ello fue llamado a la Ciudad de México, para usar sus conocimientos en contra de un demonio muy poderoso que acechaba entre las ruinas del templo del horroroso Huitzilopochtli. Los españoles llevaron a cabo la destrucción del templo un par de años antes, pues tenían la intención de usar sus piedras para construir la nueva ciudad española, aunque el Marqués del Valle quería preservarlo como trofeo de su cruenta victoria. Pero aunque los esfuerzos de los trabajadores españoles y los esclavos indios lograron convertir el magnífico templo en un montón de piedras y escombros, una presencia terrible se hizo sentir desde el primer golpe de mazo, desde la primera explosión de pólvora. Muchos hombres, españoles e indios, murieron de forma inexplicable durante el largo proceso de desmantelamiento. El hombre que se quedaba solo, o que tan siquiera se perdía de la vista de sus compañeros por un instante, aparecía muerto, mutilado de forma impía y con horribles expresiones de terror y sufrimiento.

Incluso después, cuando el templo fue reducido a ruinas, las muertes continuaron y tanto indios como españoles se referían a ese lugar con temor y reverencia. Los indios comentaban que su señor Huitzilopochtli vivía y estaba enfurecido por los actos de profanación y sacrilegio que cometían los españoles. Nosotros, por supuesto, estábamos convencidos de que un demonio, enemigo de la nuestra misión evangelizadora, infestaba el templo para mover a los pobres nativos hacia sus prácticas idólatras. Con esto en mente se presentó fray Guillermo, con todo el poder de su admirable fe. Yo lo acompañaba cargando un fardo con crucifijos, libros, reliquias y otros instrumentos del bien. Sólo éramos él y yo, esa maldita tarde en la que entramos en las ruinas del templo de Huitzilopochtli, el sediento de sangre.

Mi maestro entró por delante y yo, apenas puse un pie en las ruinas, sentí el poder una voluntad antigua y violenta, y pensamientos de muerte y destrucción llegaron a mi joven mente. Fray Guillermo colocó una de sus gentiles manos sobre mi hombro y me dijo que buscara la calma que da el pensar en Dios, porque era justamente mi desasosiego lo que el demonio pretendía. Fray Guillermo procedió entonces a rociar el área con agua bendita, pero en cuanto el líquido tocaba las rocas, se convertía en bermejas gotas sangre que se escurrían por todas partes. Fray Guillermo rezó en latín, pero las rocas rebotaban el eco en lengua mexicana, que yo no conocía y que me parecía proferir odiosas blasfemias. Entonces mi maestro ordenó que rezara junto con él, y rezamos y rezamos con todas nuestras fuerzas, pero yo sentía que Dios no me escuchaba, porque se encontraba muy lejos, separado de nosotros por barreras que el Maligno había levantado para proteger sus dominios. Fray Guillermo sacó del fardo un crucifijo y ordenó a los demonios, en nombre de Dios, que se alejaran de ese lugar y que dejaran de atormentar a las pobres almas que allí moraban, tras lo cual procedió a sembrar el área con hostias consagradas. Nos volvimos a arrodillar y rezamos, y entre cada oración fray Guillermo ordenaba que los demonios se fueran, y así nos mantuvimos firmes en nuestros puestos hasta que oscureció.

Pero cuando cayó la noche se escuchó un trueno espantoso y la tierra tembló y las estrellas del cielo se oscurecieron, y entonces las rocas del templo comenzaron a volar y a construir muros alrededor nuestro, hasta que nos vimos encerrados en una cámara de piedra, frente al altar sangrante del terrible Huitzilopchtli. No había puertas ni ventanas en esa cámara, oscura excepto por una sola hoguera frente al altar. Yo podía oír con claridad el tintineo de cascabeles y el aliento de poderosos pulmones que soplaban a través de enormes caracoles, y podía sentir el olor del copal quemándose y de la carne chamuscada. Estaba aterrado, pero mi maestro me instó a tener calma pues lo que veía no eran más que ilusiones creadas por el Maligno. Y entonces fray Guillermo, con todas sus fuerzas, clamando con voz tal que impondría la autoridad de Dios sobre cualquiera de sus enemigos, ordenó una vez más que los demonios abandonaran el templo.

Pero sus órdenes no fueron obedecidas, sino que una voz potente y estruendosa se rió de ellas. Las paredes comenzaron a chorrear sangre, y las hostias consagradas que aún estaban en el suelo se convirtieron en corazones sangrantes, y el altar se alzó en una escalinata que se extendía infinitamente hacia la oscuridad, desde la que rodaron decenas y decenas de cuerpos mutilados. La sangre lo cubría todo y pronto nos vimos rodeados por las entrañas de las miles de víctimas que los Mexicas sacrificaron a su abominable Dios.

Sin embargo, fray Guillermo se mantuvo firme, aunque veía nuestros pies sumergidos en un charco de sangre y yo estuviera temblando y llorando de miedo. Me dijo repetidamente que me calmara y que mantuviera mi fe en el triunfo final de Nuestro Señor. Sacó entonces del fardo un libro antiquísimo, de tiempos romanos, que había sido utilizado, me dijo, por los primeros discípulos de los apóstoles. Fray Guillermo abrió el libro y leyó en arameo conjuros y oraciones que yo no entendí, porque no conocía tal lengua. Apenas pronunció la primera palabra los truenos y temblores reiniciaron más furiosos que antes, la lluvia de sangre se convirtió en tifón y los ríos de entrañas se volvieron océanos, mas fray Guillermo no retrocedió, sino que se mantuvo firme y siguió rezando con toda su fuerza y toda su fe. El horror de la escena fue demasiado para mí y perdí el conocimiento.

Cuando desperté me encontraba otra vez en las ruinas del templo con las estrellas brillando sobre mi cabeza y el frío viento nocturno soplando entre las piedras. Me incorporé, miré en derredor, y vi la figura de fray Guillermo tendida en el piso. Corrí hacia él y me arrodillé a su lado, temiendo que hubiese muerto, no por él, sino por el horror de verme solo en esa tierra maldita. Pero fray Guillermo seguía vivo y me dijo con voz trémula que Hutzilopochtli aún vivía, pero que estaba muy débil y que era mi deber rematarlo. Me instruyó para rezar todas las oraciones que supiera y así lo hice, pero no sentía que tuviese ningún efecto. Sin embargo, al final se dio en mí una extraña sensación, como si pasara de un lugar desconocido y amenazante a uno familiar y acogedor. Un colibrí bajó del cielo, volando con dificultad, como herido, cayó al suelo y se quedó inmóvil. Desconcertado, me volví hacia mi maestro, quien me dijo con enigmáticas palabras que Huitzilopochtli había muerto y que Dios había llegado para ocupar su sitio en este lugar; entonces fray Guillermo expiró también.

Solo y desorientado, me quedé contemplando el cuerpo del que fuera un gran hombre de Dios, hasta que escuché el lamento de la mujer que llora. Alcé la mirada y allí estaba ella, resplandeciendo con un aura azulosa, llorando a gritos lastimeros con la expresión más absoluta de congoja que yo hubiese contemplado o podido imaginar. Su llanto me llenó de la tristeza que tú mismo experimentaste, esa tristeza sin fin, que me hizo olvidar que existe cualquier otra emoción y que me dejó sin esperanzas de volver a sentir alegría. No huí ni pretendí evadirme del dolor que esa mujer me transmitía, sino que me quedé escuchando sus lamentaciones y compartiendo su sufrimiento. Entonces comprendí por qué llora esa mujer… Llora por sus hijos, no los indios, sino toda la humanidad y aún más, todos los seres vivos de la creación, pues pronto la Muerte caerá sobre ellos.

¿No lo entiendes? Yo tampoco comprendí en un principio. Verás, yo acababa de presenciar la muerte de un dios. No de un demonio, no de uno de los ángeles que se rebelaron contra el Señor. Yo presencié la muerte de Huitzilopochtli, pues él estaba vivo y era tan real como Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, aunque se hubiera debilitado tras la destrucción de sus templos y el exterminio de sus fieles. Contemplé la muerte de un dios, algo que ningún mortal debía presenciar… ¿Piensas que lo que digo es blasfemia y herejía? No. Yo le soy fiel a Dios, pero he aprendido que su dominio es limitado y que en las tierras en las que no se le conoce gobiernan los otros dioses. Dios nos ha encomendado la tarea de expandir su imperio y llevarlo allí donde los otros dioses tienen su trono.

Así es, hermano Bernal; existen y existieron miles de dioses. ¿En cuántos dioses creen los hombres del mundo? Claro, muchos de ellos son en realidad las mismas deidades adoradas bajo diferentes formas y nombres, y otros tantos son invenciones de mentes con poca imaginación. Pero aún así, ¡cuántos son! Y ésos son sólo los dioses de la Tierra, que aún faltaría contar los de las otras esferas… Existen legiones y legiones de dioses, muchos de ellos terribles, crueles y absolutamente malvados.

Esta así llamada Nueva España es tierra de los otros dioses y el nuestro aún tiene poca presencia y poder aquí. Mira las selvas y bosques que nos rodean: en ellas habitan los chaneques, horribles enanos que espantan a los viajeros para robarles el alma. En las cuevas y grutas, los nahuales aún usan el poder de sus dioses para convertirse en bestias y acechar a sus enemigos. Todavía hay lagos y cuerpos de agua en los que moran los ahuizotes, que comen carne, pero que no son animales. Es por todo esto que tras la muerte de Huitzilopochtli vine a encerrarme a este convento apenas se estableció, para estar en un espacio en que Dios, y sólo Dios, tiene poder.

No entiendo, ni creo que tú puedas entender, cuáles fuerzas son bondadosas y cuáles son malévolas. Yo sirvo a mi Dios y eso me basta. Lo que sí comprendo es que hay una fuerza constante, y que esa fuerza es la Muerte. No me refiero al fallecimiento, al abandono del cuerpo por el alma, sino a la muerte absoluta, la extinción de todo cuanto es y existe. Y Tonantzin alguna vez fue la esperanza contra ella, pero su poder se ha debilitado por causa del avance de nuestro joven Dios sobre la tierra, y Tonantzin se ha vuelto loca por la tristeza y la desesperación, porque sabe que ya nada ni nadie podrá detener la llegada de la Muerte. Tonantzin… en otros tiempos y lugares ha sido llamada con otros nombres… Tonantzin ama todo lo que existe, a diferencia de nuestro Dios, que sólo ama a quienes lo aman. Y contra la Muerte, nuestro Dios no tiene poder. Por eso Tonantzin llora por nosotros, sus hijos, todas las noches y así será hasta que ella misma deje de existir.la_historia_de_la_llorona1

***

Fray Rodrigo guardó silencio y fray Bernal lo miraba con una mezcla de miedo y repulsión. Por fin el joven fraile se animó a hablar.

-Lo que habéis dicho es blasfemia, padre. Habéis permitido que vuestra experiencia frente al demonio os trastornase el juicio. Sólo hay un Dios, y es Nuestro Señor, quien triunfó contra la muerte y promete la vida eterna.

-La eternidad es algo relativo, hermano.

-No quiero escuchar más herejías -dijo fray Bernal al tiempo que se incorporaba de golpe. -En este momento me vuelvo a Xochimilco. Si no puedo contar con vuestra ayuda, yo mismo me enfrentaré al demonio que confunde las almas de los indios.

-Tu lucha será inútil, joven fraile, no se puede ahuyentar a los otros dioses tan fácilmente como se hace con los demonios. Se necesita un poder y un rito especial, el mismo que usaron los primeros cristianos para despoblar la tierra de ninfas y espíritus paganos, además de una fe inquebrantable en el triunfo final del Señor. Pero si lo que quieres es agrandar el rebaño de Dios, misión que comparto, hay otros métodos. Yo mismo sugerí al señor Obispo que mandara a hacer una pintura en la que se conjuguen las imágenes de la Virgen y de Tonantzin, e ir enseñando a los indios a adorar a la primera y abandonar a la segunda. Tengo entendido que dicha pintura se está elaborando, si es que no está completada ya.

Fray Bernal, que no quería escuchar ni una palabra más, atravesó la celda con largos y furiosos pasos y ya estaba a punto de salir por la puerta cuando la voz del viejo fraile lo detuvo.

-Sé que he servido bien a mi Dios y confío en haberme ganado el Cielo-dijo fray Rodrigo, exhausto. –Pero, ¿qué será de mí, cuando Dios y su Cielo no existan más?

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