Cumpleaños 261 de Mozart en la OSY

Collins y Dimitrov encienden las velas; Smetana y Dvorak se unen a la celebración.

Fotos: OSY

El segundo repertorio de la Temporada XXVII, interpretado por la OSY el viernes 27 y 29 de enero, fue un delicioso golpe de aire fresco en este estremecido 2017. Quizá valdría la pena únicamente referir la hazaña de haber convocado a escena creadores de talla altísima, como los checos Smetana y Dvořák y al hijo ilustrísimo de Salzburgo, W. A. Mozart, que la noche del viernes habría cumplido 261 años, o que más bien los cumplió, cómo no, ya que los inmortales nunca fenecen.

Viendo tales nombres, era suficiente para imaginar las dimensiones de la ocasión. Era de esperarse una noche felizmente densa, en el mejor de los sentidos. Tantos compases increíbles serían interpretados con el mayor compromiso y destreza por la Orquesta Sinfónica de Yucatán, conducidos por su titular, el maestro Juan Carlos Lomónaco y, en su momento, sumando la presencia de los solistas Nikolay Dimitrov y Christopher Collins Lee. Se cumplió el vaticinio.

Tras una señal sutil, el primer episodio inició como un conjuro de ensoñación, exactamente como la poesía tiene la meta de ser, con un dramatismo exento de caer en rebuscamientos, evitando acentuar por acentuar. A través de “Moldava”, el poema sinfónico de Bedřich Smetana, segundo de su serie llamada “Mi Patria”, el poco aquilatado compositor – en su tiempo – dibujó la diversidad de formas caprichosas del río tomado como inspiración para la obra, como si fuera el creador de su recorrido y de todo el horizonte frente a sí.

Sin barreras de tiempo ni distancias, replicó aquel paisaje de sus memorias en lengua musical, quizá propiciado por aquel destierro autoinflingido de sus tiempos en Suecia. La sinfónica, una sola, fue mensajera intachable de tan secreta añoranza. Tras la impresión de ese primer tiempo, en un parpadeo ya estaba ajustada la orquesta para recibir a los dos solistas de una de las obras más queridas y significativas: La Sinfonía Concertante de Mozart, si es que tales términos caben en la creación del gran salzburgués, ya que todo de su pluma es considerado cuasi angélico.

Catalogada como la 364 según lo investigado por Köchel – de ahí que las obras de Mozart llevan las letras “K” o “KV” seguidas de un número – es una creación híbrida categorizada como concierto, al tener un instrumento o más al frente de la orquesta, pero al mismo tiempo le corresponde ser sinfonía, ya que el discurso orquestal es tan relevante, equilibrándose a la perfección con lo expresado por el violín y la viola en sus roles de solistas.

La ovación de bienvenida para Nikolay Dimitrov, viola en mano y de Christopher Collins Lee, responsable del violín, fue espontánea y cálida. En sus rostros se reflejaba emoción por estar a punto de empezar. Al caer la batuta, fue como entrar a una dimensión nueva, tan lejano el Siglo XVIII y tan presente la autenticidad de su enunciado. Todo alrededor se desdibujó y cada asistente se centró en lo dicho por la orquesta, luego por los solistas que, fraseando uno y emulando el otro, constantemente dialogando con una dicha diametralmente opuesta a cualquier dureza de la vida profana.

Mozart tenía veintitrés años cuando entregó esta pieza, motivado por la destreza de la lejana Orquesta de Mannheim, dispuesta a interpretar todo lo que surgiera del genio irrepetible. Y así ocurrió un bendito fenómeno, inesperadamente feliz. Algo nuevo para la recreación de la obra. La madurez musical del maestro Collins se impuso de un modo sutil, imperceptible al decir de cada frase, como si métrica y costumbre no tuvieran la menor importancia.

Era como si, a pesar de permanecer en los asientos, hubiese reunido a cada persona alrededor suyo, lo más cercano que se pudiera para compartir, casi igual a una confidencia, nota tras nota, frase tras frase, aquellas que al principio fueron del genial Amadeus, pero haciéndolas suyas, del maestro Dimitrov y de la orquesta completa que respiraba exactamente igual a ellos. Fue la poesía del joven en manos del experimentado maestro: la versión exquisita de la madurez.

El planteamiento del Andante, el segundo movimiento, fue una combinación reflexiva, exenta de amarguras, en los que Mozart usó todos los recursos para unir las notas, separarlas, ampliarlas y sobre todo, acrecentar su ímpetu en un cuidadoso crescendo, que terminaba por desvanecerse en frases más dulces que las anteriores, como si lo más importante fuera encontrar el modo exacto para explicar qué es la profundidad del espíritu y qué es la gracia.

El movimiento final, de sorpresiva rapidez, devolvió a las mentes la imagen de aquel niño de tres años al que le fue dado un violín diminuto para plasmar su inmortalidad entre corcheas y semitonos, con la salvedad de parecer emanaciones de un cielo o de un mundo mejor. La fusión de orquesta y solistas mereció grandes ovaciones de pie, de vítores y bravos. No era para menos. En el fondo era el hálito de una felicidad que no se encuentra en lo cotidiano.

El intermedio, necesario para nuevos ajustes, llegó pero fue tan breve, que Mozart todavía se hallaba presente. Todo cambió con la aparición de Dvořák. Se trataba de la Sinfonía Inglesa, que le encargaron componer hacia 1884, por la Sociedad Filarmónica de Londres. En principio se le conocía como la No.2 y posteriormente, actualizando la catalogación de sus trabajos, finalmente quedó rotulada con el No.7

Qué maravilla. Ha sido como despertar del encantamiento mozartiano para caer en un trance nuevo, con otras visiones y nuevas sensaciones. El lenguaje de la sinfónica, con todo a disposición, dejó sin aliento a cualquiera desde el primer acorde. Una vez que la batuta ordenó empezar, las cosas se sucedieron vigorosamente, con una energía similar a volverse joven otra vez o más joven de lo habitual. Dvořák, entusiasta, fue implantando todos sus recursos y todo su carisma para dejar que sus ideas musicales evolucionaran, aderezadas con los anhelos de impulsar a su patria y con la inagotable tristeza de haber perdido a su madre y a uno de sus hijos; nuevamente mostrándose como el campirano que en el fondo era, pero que al tiempo no deja de ser valorado como uno de los más impresionantes compositores de la Historia.

Las cuatro partes de su Sinfonía Inglesa, Allegro maestoso (I), Poco Adagio (II), Scherzo Vivace (III) y el Finale Allegro (IV), fueron el modo de hablar de un artista que no cabía en su propia alma, en aquel tiempo previo a su incursión hacia el Nuevo Mundo, de donde se desprendería más qué decir, al menos musicalmente hablando. Hubo una acalorada ovación, nuevos bravos y nuevos vítores que honestos surgieron del público, donde todos, conocedores o no, caímos bajo el mismo embrujo o la misma admiración siendo conscientes de que aquellos aplausos, por muchos que fueran, siempre serán escasos, insuficientes, porque compositores y quienes los interpretan merecen más, muchos más. ¡Bravo!

https://www.facebook.com/OrquestaSinfonicadeYucatan/videos/1267502059962491/

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1 Comment

  1. says: Victor morcillo

    Por falta de tiempo, solo he podido deleitarme por 55 min….una hidra de mil cuerdas, notas y cabezas…2 esgrimistas jugandose el Alma sin importar ganar o morir musicalmente….esas imágenes me han relajado de tal manera, que , después de llevarme por momentos en picos de euforia, me han hecho irme de viaje sin pagar boleto….me imagine en un tren recorriendo Europa..
    Como la música puede lograr eso?.. escuchare con ansia los minutos restaurantes apenas pueda. Gran artículo mto Cervera, digno de ti, escrito por alguien que sabe lo que hacer vibrar una cuerda. Gracias de nuevo…

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