Entregan un explosivo concierto los Zurakowski

Crónica de una OSY a la polonesa y a la italiana

El primer aplauso marcó la entrada a escena del concertino Gocha Skhirtladze. Tras el cotejo de afinación, orquesta y audiencia dieron la bienvenida al director Bartosz Zurakowski, quien por segunda ocasión marcaría las síncopas, la amplia gama de ritmos y matices italianos y otros polacos elegidos para la ocasión. Sin palabras, el lobo líder llamó a su manada al orden y a la disposición. A su primer ademán, antecedió un breve silencio. Con la maestría que motiva el agradecimiento, la obertura “Noche en Venecia” de Johann Strauss hijo, fanfarriosa y chispeante comenzó el despliegue de su diversidad melódica, plena de recursos instrumentales, planteando la ligereza habitual en los pentagramas de quien rivalizara con su padre en fama y fortuna.

La obra tuvo algunos sorpresivos momentos de profundidad y fue premiada con cálidas ovaciones. Esta fue la antesala a una de las partes sustanciales del programa 6 de la Sinfónica de Yucatán el 10 de noviembre de 2017, en su reiniciada temporada septiembre-diciembre 2017, que daría paso al conglomerado –delicioso– de canciones napolitanas, casi todas de la primera mitad del siglo XX, a interpretar por el tenor Rafal Zurakowski, hermano de quien ostentaba la batuta.

A decir del propio director, la selección de los temas tuvo la intención de presentar una gradación emocional, semejante al trazado de una suite, guardando las proporciones. Las obras fueron “No Te Olvides De Mí” de Ernesto de Curtis, “¿Porqué?” de Gaetano Enrico Pennino, “Pescador de Possilipo” de Ernesto Tagliaferri, “Dígaselo Usted” de Ruggiero Falvo, “Corazón Ingrato” de Salvatore Cardillo, cerrando con las célebres y celebradas “Funiculí Funiculá” de Luigi Denza y “O Sole Mío” de Eduardo di Capua, obligada cúspide musical en el repertorio de todos los alineados a Enrico Caruso. La música surgía con energía inusitada, en concordancia a los aspavientos con que el director mostraba y volvía a mostrar el camino a seguir. Perfecto el acompañamiento, la voz del tenor invitado se ajustaba a la perfección a la grandilocuencia que su hermano creaba, utilizando los recursos de una orquesta que hizo suya con la mayor naturalidad.

Cada tema fue cantado con una voz madura y viril sin exageraciones, con esa espontaneidad que no existe en el cantante que quiere impresionar antes que interpretar. Considerando los trabalenguas de su lengua nativa, Rafal Zurakowski plasmó la musicalidad con una pronunciación excelente, manteniendo el matiz y el significado de cada frase quizá por tanta experiencia artística, quizá por tanta experiencia de vida. Se le despidió de pie y con flores y con largas ovaciones, que lo hicieron regresar para agradecer una tercia de veces. La emocionante presentación del tenor dejó gratas sensaciones: la de disfrutar esa poesía con que el basto pueblo de pescadores napolitanos canta en lo profundo del corazón.

Hacia 1875, Piotr Illych Tchaikovsky, incluyó una polonesa en su Sinfonía No. 3 “Polaca” opus 29, a la que además presentó en una desacostumbrado esquema de cinco movimientos: I. Introducción y Allegro – Muy Moderado – Allegro brillante, II. A la alemana, III. Andante, IV. Scherzo, allegro vivo, V. Final (allegro con fuego, tempo de Polacca). Pasado el intermedio – gratificante en su brevedad – reapareció en escena el diestro con batuta para transportar a cada asistente a otro universo con el virtuosismo de su interpretación. Sus movimientos, convulsos y coreográficos, pudieron lograr lo que de ninguna manera sería posible con el lenguaje hablado. La grandiosidad del pentagrama acabó teniendo una sazón diferente. Era Tchaikovsky pero al mejor estilo de Mussorgsky.

Aquello tuvo una evolución inesperada, una manera distinta de decirse y en el mejor sentido. Enhiesto como catedral, el primer movimiento arrancó el extraño aplauso en un pequeño sector de la audiencia, que no pudo permanecer impávida ante aquel despliegue. Superado este inofensivo desatino, el segundo movimiento fue elaboradamente presentado, alcanzando sonoridades que corresponden más a Prokofiev. En ningún momento aparecía el característico sentido tchaikovskiano, pero no hacía falta. La interpretación, así pulida, mostraba destellos alcanzando una de las más memorables presentaciones de la temporada. La medida única era la grandiosidad y esta fue alcanzada en un compás y en otro, como cosa natural, como respirar o mirar el horizonte.

El tránsito por los demás movimientos, paulatinamente fue presentando la personalidad musical de su autor. Tchaikovsky apareció con una gracia sutil en el Andante y luego con más algarabía en el Scherzo, cuya antítesis de sí mismo, fue la nota perpetua que escribió para los cornos, que durante noventa compases restó la gracia alcanzada en los movimientos precedentes. Pasada la tensión del momento, el Final reavivó el interés y la admiración en la controvertida sinfonía. Para entonces, el director levitaba y solo por momentos pisaba aquel podio que le habían asignado, para que cada músico advirtiera a detalle la corporal manera de expresar sus requisitos.

El dramatismo y la euforia con que el maestro Zurakowski cerró la interpretación de la noche, desencadenó el aplauso frenético, con la casi totalidad del público puesto en pie, reconociendo con amplitud la maravilla surgida de una orquesta que demuestra lo mucho que puede esperarse de ella. La prolongada ovación trajo vítores renovados y una sonrisa de satisfacción en los rostros de cada persona allí presente: director, músicos y público. ¡Bravo!

 

 

 

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