In memoriam, Al Jarreau

La década de los sesenta, agresiva, compleja y profusa, era en esencia una vorágine que producía estilos de música y músicos irrepetibles. El talento era desproporcionado, aunque muchos no lograron superar la marca de un sólo éxito; en cambio otros, por razones especiales, funcionaron como una mina de la que cada año se extraía más y más sonido, embelleciendo la vida de un modo sublime: cargándola de energía.

Ante ese panorama, denso y competitivo, llegó la siguiente década y por momentos estuvo permitido ser un dueto con guitarras como Simon y Garfunkel, cantándole a una roca, a un boxeador y a la señora Robinson, que pudo traerles más de una fantasía no sólo a los cantantes sino a la fiel audiencia que, ansiosa, apreciaba cuanto llegaba precisamente por la calidad y la autenticidad de la melodía unida a lo poético. O viceversa.

Inadvertidamente, en algunos bares de Los Ángeles empezó a sonar una voz extraña por tantas cualidades, la de un joven que desde la infancia cantaba por pasatiempo, sin sospechar que era un profesional posiblemente desde el día en que cantó su primera canción: Al Jarreau. Había llegado de Milwaukee para estudiar una maestría en psicología, lo que en efecto hizo. Sólo que en sus ratos de esparcimiento, en vez de ir al cine o bailar en los antros como lo hace cualquier persona, prefería reunirse con otros jóvenes talentosos, de guitarra en mano o piano o lo que fuere, para hacer un repaso general del Bossa Nova, del Jazz y de las baladas que sin remedio todas acababan convertidas en pequeños milagros de improvisación.

Se trataba de una cualidad de nacimiento con la que hacía brillar cualquier tema, el que fuera. Entre sus recursos, podía integrar con su propia voz, el sonido de una flauta a mitad de la canción, mientras hacía caer una avalancha de figuras jazzísticas, con palabras o palabrejas para fabricar un tema dejándolo nuevo, sorprendiendo no sólo por su vertiginosa facultad de improvisar, sino por el timbre de su voz –los timbres de su voz– que eran modificados como si el hombre se volviera un cantante distinto a cada compás. O dejaba de ser humano, para volverse la réplica curiosa de una guitarra eléctrica o un contrabajo.

Sus alcances eran de un rango asombroso. Podía hacer cuanto quisiera con las notas más graves de un barítono y con las más agudas de la azotea vocal, dándoles la densidad, los trinos y portamentos que son la envidia y misterio de quienes lo hemos escuchado. Dos ejemplos de ello son sus canciones “Alonzo” de 1980 o “Breakin’ Away” de 1981, que se podría jurar son cantadas por más de una persona, pero no. Era tanta su destreza que parecía un coro escondido en una sola persona.

Era increíble y era de esperarse que con ese virtuosismo, con el que hablaba cantando y cantaba sonidos de cuanto le surgiera, que no pasara desapercibido. Grabó el primer disco, vestigio del siguiente paso para convertirse en estrella. Alrededor de 1975 obtuvo un contrato, con el respaldo positivo de una casa grabadora. El escenario mundial abrió sus puertas para fascinar con interpretaciones acostumbrándose a rebasar cualquier expectativa. Más adiestrado quizá a estar ante una audiencia mayor, convencido de que su vertiente de psicólogo quedó atrás, abrió una paleta de colores tan extensa y matizada como la de cualquier paisajista del siglo XIX. Cantó estándares del Jazz y del Bossa Nova como “Take Five”, “Spain”, “Más Que Nada”, pero fue más allá; fue compositor, con una pequeña ayuda de sus amigos, además de productor y arreglista de cerca de trescientas canciones todas –y no es broma– gemas de mucha belleza.

A inicios de los años ochenta, con una presencia ya reconocida internacionalmente, logró una cosecha importante de nominaciones al Grammy, de las que obtuvo un total de siete. Los premios por mejor interpretación vocal masculina, por mejor canción, por mejor álbum del año fueron, es justo decirlo, compartidos con sus entrañables compañeros, decenas de personajes como Tom Canning, Chick Corea, Miles Davis, David Sanborn, David Foster, George Duke, Abraham Laboriel, Earl Klugh y George Benson, con los que desarrolló proyectos que además de artísticos, fueron el modo de abrir su generosidad, compartiendo la música como un bien común, exento de poses, con la sencillez y la hermosa cara sonriente que mostró desde el primer día.

Llegó a participar en un tema multitudinario invitado por Michael Jackson y Lionel Richie, la famosa “We Are The World”, con fines benéficos. Dio voz a la serie de televisión conocida como “Moonlighting”, que dio fama al actor Bruce Willis, haciendo cuanto pudo por aprovecharla. Al despedirse de los ochenta, siguió una cantidad de álbumes de concepto, dirigidos por distintos productores a los de sus inicios, creando una estela de canciones con mensajes positivos, propositivos, alegres y con un manejo de la tristeza mucho más ecuánime que la inmensa mayoría.

Sus colaboraciones con otros famosos abundaron, llamándolos a sus grabaciones o aceptando ser el invitado, tanto en concierto o desde las precisiones en un estudio de grabación. Su generosidad, acompañada de su intacta capacidad de asombro, le abrieron las puertas en todas partes. Siempre se esperaba recibirlo como una gran estrella –que desde luego era– pero, realmente quien llegaba, era una persona sencilla y accesible para hacer lo que más le divertía y le llenaba el corazón: la música.

El 12 de febrero de 2017, ese corazón llegó a un punto de saturación. A los 76 años, Al Jarreau llegó ante los ángeles –algo curiosamente semejante a cómo empezó– pero no a una ciudad terrenal, sino para regresar al cielo, el único sitio de donde pudo haber venido. Descansa en paz, queridísimo Alwyn Lopez Jarreau. Ojalá donde te encuentres puedas escuchar que aquí todavía te seguimos aplaudiendo, por siempre. Bendito seas…

A continuación te dejamos un playlist de los mejores éxitos de Al Jarreau, ¡su música nunca morirá si la escuchamos!

https://www.youtube.com/watch?v=2wUR86fwc38

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