“Larga vida al Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo”: José Luis Enciso

Discurso pronunciado durante la ceremonia de premiación 2018*

Estar aquí, ante ustedes, compartiendo esta celebración de la palabra, de la fantasía, es parte de un asombro mayor, del mismo que recuerdo, siendo un niño, me generó poder unir una, dos, tres letras para formar palabras, y luego una, dos o tres palabras para entender una idea. Recuerdo con claridad ese momento: yo, tirado en el piso, leyendo una publicidad de una cadena de supermercados. Si en algún momento he creído en la magia, fue en ese instante, más que nunca. Leer se convirtió entonces en un acto subversivo en el sentido estricto, es decir, de subvertir la realidad, de darle vuelta al mundo conocido e interesarme por sus lados ocultos; eso me permitía sentirme un descubridor de universos que, aun siendo mínimos, me dieron la certeza de estar ante un todo que pedía a gritos ser desentrañado. La segunda parte de ese asombro lo entendí en la adolescencia, cuando dotado ya de las herramientas de alfabetización y de escritura empecé a imitar a quienes escribían, más por un impulso azorado que por convicción intelectual.

Erica Millet, Beatriz Espejo, José Luis Enciso e Irving Berlín.

Y cómo no querer imitar páginas, personajes y tramas de creadores que han inventado jardines de senderos que se bifurcan, hombres que amanecen convertidos en bichos, islas que albergan tesoros, tipos que vomitan conejitos desde algún apartamento en la calle Suipacha de Buenos Aires o muertos que viven habiendo muerto muchos años antes.

Después de ese impulso por imitar esas páginas asombrosas empecé a cuestionarme cuál sería la forma adecuada de hacerlo, el vehículo que me facilitaría perpetrar el hecho de la fantasía. En mi caso, el vehículo siempre ha sido el cuento, acaso por falta de energía para emprender alientos mayores, o tal vez por falta de talento para incursionar en alientos sublimes. También debo atribuirlo, creo, a que mis mayores asombros y admiraciones se despertaron con Jorge Luis Borges, Julio Cortázar –uno de los grandes culpables de incitarme a escribir-, Horacio Quiroga, Juan Rulfo y Juan José Arreola, los primeros en la lista, casualmente todos latinoamericanos. Después unos libros me llevaron a otros, como a todos nos sucede, y vino la expansión de miras, con Katherine Mansfield, Patricia Higsmith, Marguerite Yourcenar, Raymond Carver, Truman Capote, Jerome David Salinger, Edgar Alan Poe, así como las tradiciones de otras latitudes, la europea y la oriental, por ejemplo.

Mención especial merecen los asombros nacionales que terminaron por convencerme de que el cuento era un territorio atractivo, no digo que fácilmente habitable, pero sí un predio amplísimo donde buscar, aunque parezca contradictorio, refugio y tránsito permanente. Y me honra de una manera sin adjetivo obtener un premio nacional de cuento que lleva el nombre de una de esas cuentistas nacionales que consolidaron el perfil del relato en México, Beatriz Espejo, poseedora de una técnica envidiable y férrea, creativa y clara. Par mí, a ella se suman nombres como Elena Garro, Guadalupe Dueñas, Vicente Leñero, Amparo Dávila, Inés Arredondo, Francisco Tario, Eduardo Antonio Parra, Ignacio Padilla, todos con una característica que resulta virtud: la apariencia de la sencillez literaria, la cual denota un gran trabajo previo, ahora lo sé.

Porque como decía Borges, “no hay cuentos sencillos, no hay en la Tierra una sola página, una sola palabra que lo sea, ya que todas postulan el universo, cuyo más notorio atributo es la complejidad”. De esto sabe la doctora Espejo, quien en la presentación de sus Cuentos reunidos editados por el Fondo de Cultura Económica en 2004 nos revela mucho en pocas palabras, una clase magistral platicada, y nos comparte su visión de los cuentos, los cuales, nos dice: “Abarcan poco y aprietan mucho, imponen leyes difíciles de cumplir, desechan sin el menor remordimiento todo lo inservible a sus propósitos y se ufanan de que las cosas complicadas parezcan fáciles. Aparte está aquello del tono, el ritmo, la habilidad para atrapar la atención desde el principio, el lenguaje que jamás debe parecer de merolico sino el de un prosista con la suficiente destreza para adecuarse a cada asunto respetando el propio estilo”.

Aunque la Dra Espejo es consciente de todo el trabajo que implica la creación de un buen cuento, admite también en esas páginas que la fortuna juega un papel importante para conseguirlo. Dice: “Y como si esto fuera poco los resultados finales dependen de ayudas divinas, de un elfo musitante, de un vínculo con la casualidad, un soplo desde lo alto para que florezca a veces de manera milagrosa una planta bien cuidada”.

Y esas afortunadas ayudas deben encontrarnos escribiendo, sin duda. Entonces la creación se vuelve una labor que exige a quien escribe un compromiso vital: se convierte casi en un motivo para no morirse.

Yo espero haber rozado siquiera esa fortuna con “Lo que pasa por la mente de un tirador”, el cuento que ha sido honrado con el primer premio de este certamen y el cual se ha convertido para mí en una inmensa alegría aunque también en un compromiso. Y llega a mí –o yo a él- en un muy buen momento, por mi circunstancia personal y profesional.

Les cuento: A mí la literatura me ha acompañado en distintos giros importantes en mi vida. El más reciente: separarme de mi trabajo como promotor cultural en el Fondo de Cultura Económica, esa gran institución de los mexicanos tan noble y necesaria, con el fin de dedicar más tiempo a la escritura.

“¿Renunciar al Fondo? Pero si está en tu ADN”, me cuestionaba una voz muy cercana al enterarse de mi decisión tras nueve años de trabajo ininterrumpido en el Fondo que más que mi segundo hogar se había convertido en el sitio central de mi energía y de mi tiempo. Es invariable que cuando tomamos decisiones, cuando elegimos, discriminemos opciones y renunciemos a algo; yo renuncié a esa editorial eligiendo dedicarle más tiempo a escribir, a dar forma a un proyecto literario que este premio, hoy, impulsa anímicamente sobremanera.

A ello se debe que, en los días recientes, sea común escucharme ser parte del siguiente diálogo:

—Oye, ¿y tú a qué te dedicas?

—Soy escritor.

—Sí, sí, ya sé que eres escritor, pero ¿en qué trabajas? ¿De qué vives?

—Ah. De milagro, la mayoría de las veces.

Erica Millet Corona, titular de la Sedeculta.

Y dicho diálogo lo hallé en un cuento de Agustín Monsreal –en el primer relato de un libro con título envidiable: La banda de los enanos calvos-; Monsreal, otro meridano célebre y gran cuentista, de quien además de aprender esta manera de sortear los cuestionamientos recientes acerca de mis suministros económicos, he aprendido a disfrutar entre sus páginas horas de lectura inigualables.

Y parte de ese asombro del que les hablaba al principio es este encuentro irrepetible y  generoso en el que venimos convocados por el respeto que tenemos a la palabra, a la creación y a las ideas. Ojalá que este tipo de actividades persistan y se expandan a fin de hallar vasos comunicantes, diálogos y conocimientos, pues de esa manera, la empatía que podamos hallar mediante las letras y el arte en general nos hará percibirnos como realmente somos: partes de un todo vivo, contrastante pero que gira mucho mejor sin enconos.

“Dios te libre lector de prólogos largos”, diría Quevedo, y también habría que incluir aquí a los discursos; honremos pues tal deseo y pongamos fin a esta serie de palabras que si se han excedido en tiempo o en tumbos pueden redimirse con y resumirse en una sola frase: muchas gracias y salud: larga vida al Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo.

*La premiación del certamen se realizó el 17 de enero en la Biblioteca Central “Manuel Cepeda Peraza”.

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