*Este texto forma parte del libro Viaje al centro de las letras (Ficticia, 2018).
Dice Norman Mailer que los tipos duros no bailan. Quizá no he de serlo tanto, porque desde que tengo uso de razón, recuerdo haber tenido debilidad por mover el cuerpo al compás de la música.
Cuenta mi madre que, de recién nacido, nada más escuchar los chachachás de Jorrín amplificados en la consola Admiral de la casa, movía mis piecitos como si tuviera cosquillas. Lo mismo, oí decir, me sucedía con las cumbias que, en tanto mis progenitores laboraban, la niñera sintonizaba en su radio portátil traído desde Chetumal.
Ya en el jardín de niños, las profesoras del colegio Americano acostumbraban elegirme como el personaje principal de las verbenas, por algo que ellas llamaban “mi facilidad y gracia natural” para aprenderme las elementales coreografías de sus numeritos. Era cosa nomás de poner la música y yo, para beneplácito del cuerpo, docente, decente, le agarraba enseguida al ritmo con la precocidad magistral de un Fred Astaire o, mejor dicho, de una Shirley Temple.
Recuerdo en especial una coreografía basada en “Almendrita”, el cuento de Hans Christian Andersen, aquella historia de la niña diminuta nacida de un grano de cebada, que se la pasa de principio a fin escogiendo entre los animales del bosque, un marido que la proteja. Pero no se crea que yo hice el papel del príncipe de las flores, aquel afortunado con el que se desposa al cabo la caprichosa Almendrita. Bueno fuera. Tampoco fui Almendrita. A mí asignaron el papel del sapo, “un animal asqueroso y repugnante”, lo describía don Hans Christian, “que horrorizaba con su voz y aspecto a la pequeña”. Ya se imaginarán como me sentía bajo aquel asfixiante disfraz de fieltro y peluche. No obstante la discriminación, cuando comenzaron los acordes del mambo número cinco que mis originales o colonizadas teachers habían seleccionado para amenizar la aparición del batracio, el sapo se transmutó en príncipe, pero del baile, a tal grado que opacó al tímido y ramplón reyecito de las flores, cuya actuación se limitó a dar vueltas a la pista, al compás de Strauss y su “Danubio azul”, con la voluble Almendrita entre los brazos.
Lo anterior sirvió para confirmar ya de plano mi fama de buen danzante. Durante toda la primaria no hubo feria de la primavera, kermesse del día del niño, verbena del diez de mayo, festival de fin de cursos o posada navideña en la que no fuera tomado en cuenta. Polkas, minuetes, chotís, jaranas, zapateados, mazurcas, rumbas, rock and roll y hasta kasachó tuve que aprender para el solaz de mis queridas misses quienes ya ni siquiera se tomaban la molestia de hacer casting para elegir a otro en el papel principal.
El que no estaba para nada a gusto era mi padre. Amén de todo lo que tenía que gastar en aquellas cursis vestimentas de chaquira y lentejuela, temía que, de tanto meneo, su retoño acabara perdiéndose, o perdido, entre algunos cuerpos de ballet. Y papá, que estoy seguro nunca oyó hablar de Norman Mailer, tomó la decisión de cortar de tajo mis aptitudes artísticas. Llamó a mi madre y le dijo que a partir de ese momento los saraos se terminaban, que me inscribiera de inmediato al equipo de fútbol. Fue lo peor que pudo haberme pasado. Allí, literalmente, aprendí lo que es amar a Dios en tierra ajena. Nunca pude meter un gol, los pases se me escurrían, el balón cruzaba entre mis piernas, inevitablemente, como si fuera una liebre. Jamás acerté siquiera a rozar la pelota con aquellos aparatosos “tacos” endilgados, tan distintos de las babuchas a las que mis pies estaban acostumbrados. Y de encima, siendo el preferido de las profesoras, nadie me quería aceptar en su equipo. Que si el consentido de las profes, que si el bailarincito, que me fuera por donde vine pues la cancha no es sitio para delicaditos. Total que acabé por hacer al tonto y, al cabo de un tiempo, sin que papá se enterara, me uní a nuevos amigos de no-jugar al fútbol y cambié la pelota por la soga y el elástico, implementos deportivos que para su dominio requieren, sin duda, menos nervio, aunque más destreza y agilidad que para el esférico.
Pero como lo que bien se aprende nunca se olvida, al llegar a la adolescencia volví a las andadas. Esta vez fue Travolta, con su Saturday night fever, el que rescató de su letargo a mi vocación interrumpida. El filme, prohibido a los púberes de mi época por su ridícula clasificación C, logré verlo gracias a la complicidad del hombre recoge-boletos del cine-teatro Mérida, quien, a cambio de unos Baronet mentolados, me dejó pasar al segundo piso, allí donde los inspectores nunca subían y donde se rumoraba, sucedían escenas más candentes que las de la pantalla.
Entonces me fue revelada la capacidad seductora del baile. ¿Cómo olvidar esa escena en la que el buen John, al ritmo de “You should be dancing”, es vitoreado por las mujeres mientras se contonea como iguana sobre el piso iluminado de la discoteca? Era demasiado. Si Travolta, pensé, en virtud del ondulante movimiento de sus caderas es capaz de llevarse a la cama –o al asiento trasero del automóvil– a la que se le antojase, debía de imitarlo.
Pero nadie me advirtió que las mujeres no son como los albatros, esas aves cuyas hembras caen rendidas ante el macho que ejecute la danza más elaborada, sino como los pájaros glorieta, que prefieren aparearse con el macho que les construya la galería de ramas más impresionante. Pequeños equívocos sin importancia.
Lo cierto es que a pesar de no tener la pinta de Travolta, mi habilidad para el baile me convirtió en un tipo popular entre cierto sector femenino de la escuela secundaria. Pian pianito comencé a obtener ventajas. Incluso mi padre, que nunca vio con buenos ojos tanto zarandeo, esta vez alentó mi vocación. Gordas, bizcas, chaparritas, patizambas, bigotudas, y hasta una que otra renga, se aprovecharon de mis servicios. Pagados, por supuesto. ¿De qué otra forma hubieran podido ellas contar con un chambelán experto bailarín en sus fiestas de quince años?
Así las cosas, sin haber leído aún a Norman Mailer, llegué a la preparatoria. Y allí, las reglas cambiaron. A nadie impresionaba ya con mis virtudes dancísticas. Mucho menos a las féminas, aspirantes a femmes fatales que pretendía ligarme.
–Las mujeres, sobre todo las mexicanas, son animales difíciles –solía decir un amigo que se las daba de muy conocedor. –Hay que trabajarlas, invitarlas a buenos sitios, así es como funciona, olvídate de Travolta y sus joterías.
Y juro que, a pesar de que lo intenté con vehemencia, jamás entendí las reglas de su juego amoroso. Preferí refugiarme en el arte, en el cine, en la literatura y en El Tucho, una cantina con pista de duela, orquesta en vivo, meseros de filipina y toda la cosa, donde solían presentarse revistas musicales importadas directamente de la isla del cocodrilo verde, y en cuyo escenario llegaban a alternar, en una sola función, hasta una veintena de jovencísimas bailarinas habaneras de todos los tamaños, sabores y colores. Fue allí donde me hice adicto a las mulatas, a los mojitos y a los ritmos afroantillanos. El dueño, un viejo libanés amigo de mi familia, a cambio de servirle de chofer nocturno, me permitía entrar a los camerinos a chacotear con las artistas y hasta subirme a la pista a echarme, de vez en cuando, un numerito al ritmo del son, en compañía de la mulata de mi elección. Así, entre pasmos y espasmos transcurrió parte de mi juventud. Todo terminó, para mi mala fortuna, cuando un grupo de señoras de la high society meridana decidió enviar una carta al cónsul de Cuba en México para rogarle que cancelara las visas de trabajo de las, según ellas, “licenciosas bailarinas”, causantes, otra vez según ellas, “de numerosos rompimientos familiares”.
–Que las yucatecas aprendan a menear el culo –recuerdo que fue la respuesta del comandante Fidel, a quien, créase o no, llegó también copia de la misiva.
Pero de todo esto hace ya un buen tiempo. Ahora que mi padre es mayor, sobrepaso los cincuenta y ni siquiera los pilates me han servido para recobrar mi agilidad de antaño, he terminado por comprender que Mailer no estaba del todo equivocado: hay que tener cierta sensibilidad para gozar del baile, hay que dejarse llevar y olvidarse del temor a perder la compostura. Después de todo, demasiado corta es la vida como para tomársela tan en serio.