Los grilletes de oro son mucho peores que los de hierro. Mahatma Gandhi
Cuenta la leyenda que la deidad maya del conocimiento, Zamná, (Itzam: lagarto y Naaj: casa, casa del lagarto), caminando por los campos en busca de hierbas medicinales se pinchó una mano con una planta parecida a un cactus, el ki o henequén. Un haz de fibras blancas se desprendió de su interior al golpe de uno de los acompañantes, esto como un intento de castigo por la herida provocada a su dios. Zamná coligió que la vida y el bien nacen del dolor, entonces tuvo la epifanía de que la planta sería de bien para Yucatán y por ende debía cultivarse.
El henequén, especie de agave, se consideró el “oro verde” por la derrama económica que significó para la entidad. Agroindustria a bajo costo y altas ganancias que enriquecieron a unos pocos en detrimento de muchos. La historia tiene dos caras, tiene dos versiones, la que gozaron los hacendados y la que sufrieron los “encasillados”. El tema se retomó en la obra de teatro, “Éxodos”, que se presentó el 15 de agosto en el Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales (CEPHCIS) de la UNAM, bajo la Dirección y Dramaturgia de Luis Martin Solís, así como de Erika Torres y Ana Cervera; con actuaciones de la misma Erika Torres, Carlos Caballero y Rebeca Ruiz, quienes se centraron en las dos oleadas de inmigrantes que arribaron a la península para trabajar en las cerca de mil haciendas donde el “oro verde” se industrializaba.
La obra nos cuenta lo descrito líneas arriba grosso modo, pero su visionado también motiva a indagar más acerca del tema. Por ejemplo, conocer la historia de cómo tras la Guerra de Castas, la merma de mano de obra obligó a los hacendados a importar esclavos cuya cabeza estaba cotizada a 400 pesos, pero solo pagaban 65, necesarios para cubrir la alta demanda de los derivados del henequén a todas partes del mundo. A principios del siglo XX en Yucatán era el único lugar del planeta donde se industrializaba la fibra. Lo negro de los éxodos es saber cómo llegaron y el desenlace de sus vidas una vez que sobrevino el declive de la agroindustria en vísperas del inicio de la Revolución Mexicana. Si bien los más de mil coreanos arribaron voluntariamente -aunque con engaños-, no sucedió lo mismo con los cerca de ocho mil yaquis de Sonora. Estos últimos fueron desterrados a las haciendas henequeneras hacia finales del porfiriato, como castigo por los levantamientos en defensa de sus tierras, lo que ocasionó persecuciones, muertes, exilios y su esclavitud (en 1900), a pesar de que desde 1810 el cura Hidalgo había proclamado su abolición y esta fue decretada por el presidente Vicente Guerrero en 1929.
Las haciendas henequeneras albergaron tres etnias: maya, coreana y yaqui, quienes trabajaban a marchas forzadas sin una paga que pudiera liberarlos del yugo de los caciques, quienes los azotaban y violaban a sus mujeres, entre otras vejaciones. Las tiendas de raya resultaron el principal medio de sometimiento, las deudas crecían volviéndose impagables y además heredables, pues de esta manera aseguraban la perpetración de la esclavitud.
El descontento coreano fue mayúsculo, abandonaron su país desde la isla de Chemulpo hacia otro continente en una primera travesía que duró cerca de cuarenta días; alternando entre embarcaciones y trenes para encallar finalmente en el Puerto de Progreso el 15 de mayo 1905, con la ilusión de un contrato de cuatro años y el regreso a su tierra una vez concluido. Ninguna de las dos cosas sucedió a pesar de las cartas de protesta del gobierno coreano a México por las condiciones en las que laboraban, pidiendo su repatriación. La respuesta del gobierno mexicano es que habían llegado voluntariamente y tenían un contrato que cumplir.
La dificultad del idioma ahondó el malestar de la comunidad coreana; la alimentación con masa, frijol y chile, fue otro inconveniente para su adaptación, ya que su base alimentaria era de arroz y pescado. Vivían en casillas, dormían en el suelo, trabajaban hasta veinte horas al día y si no rendían eran azotados; muchos murieron de esta manera. Uno de sus aportes y que elevó la producción fue la elaboración de guantes que evitaba que se lastimaran con las espinas de las pencas. Marginados, se vieron en la necesidad de aprender primero el maya que el español para poder interactuar. El mestizaje se dio principalmente entre mayas y coreanos, a pesar de que estos últimos se resistían para preservar su religión y sus costumbres. Una vez que fueron liberados tras el declive del negocio y ante la imposibilidad de regresar a su país se fueron diseminando en algunos estados de la república mexicana, incluso en Estados Unidos.
El caso de los yaquis fue distinto. Gozaron de un trato paternalista y tuvieron la libertad de preservar sus tradiciones. Para esta “economía moral” era importante que el hacendado hablara su idioma, se comprometiera al parentesco ritual a través del compadrazgo y haciéndose cargo de las ceremonias en el ciclo vital como bautizos, bodas y funerales. La historiadora Raquel Padilla Ramos, en su libro “Los yaquis. Madero y Pino Suárez en las elecciones de Yucatán, 1911”, equipara las haciendas henequeneras con “torres de babel” y aborda el tema de la liberación yaqui: “Una vez liberados de las haciendas, los yaquis pasaron a formar parte de los contingentes militares que, en apoyo al candidato y luego gobernador José María Pino Suarez, poco después vicepresidente de la república, mostraron su eficacia como grupo de choque en el escenario electoral, así como barrera de contención del descontento social provocado por el turbio resultado de las elecciones yucatecas de 1911”.
A pesar de que el papel de los yaquis como soldados fue determinante es ese periodo histórico trascendental para Yucatán y el país, nunca fueron repatriados como se les prometió. Según investigaciones de Padilla Ramos, solo retornaron 44 yaquis de ocho mil, haciéndolo por sus propios medios, ya que nunca tuvieron la embarcación en el Puerto de Progreso que los llevaría a su estado. Cabe destacar que muchos murieron en el camino, así como también la alta incidencia de suicidios, y otros tantos decidieron permanecer en Yucatán por compromisos contraídos.
En una esquina del barrio de Santiago existió una cantina llamada “Chemulpo”. Corre la versión de que un coreano la frecuentaba, quien después de varias copas gritaba: “Chemulpo”, en recuerdo del puerto que lo vio zarpar. Una de las aportaciones de la cultura coreana a nuestro país es el taekwondo. Asimismo, en el Museo Conmemorativo de la Inmigración Coreana en Yucatán, ubicado en el centro de Mérida, se puede hacer un recorrido histórico desde las primeras noticias sobre la inmigración, su participación en el auge henequenero, formación de asociaciones, naturalización, fusión e intercambio.
La década cruenta por la mezquindad de no más de cincuenta hacendados que movían la economía de Yucatán, a más de un siglo continúa siendo tema de interés e investigación. La fusión maya-yaqui ha quedado diluida a través de las generaciones y es menos evidente que la oriental. Descendientes de las familias coreanas han hecho aportaciones a la cultura mexicana en artes marciales y gastronomía, entre otras costumbres que ya se han vuelto parte de la vida cotidiana del mexicano, aunque para muchos todavía es desconocido el origen de la presencia de esta cultura en nuestro país.