Brillan los yucatecos invitados a la Gala Mexicana de la OSY

Cecilio Perera, Alejandro Basulto y Javier Álvarez estrenaron obras en el Peón Contreras.

Llegó la Música. Casi como magia, las butacas del insigne Peón Contreras fueron nuevamente ocupadas por adeptos a este arte supremo, que existe solo cuando se crea. Durante las semanas previas al festivo septiembre, el sol también salía de noche; ahora pareciera olvidarse de castigar como lo hizo buena parte del año y ha permitido que salir sea una dulzura en la ciudad que lleva blanco en el alias, pero que tiene más colores en su interior. Así, la coincidencia de un ambiente mejor, hace que las celebraciones sepan a fiesta, para lo que están hechas.

El programa inaugural de esta temporada septiembre diciembre de dos mil diecinueve fue confeccionado mexicano de pies a cabeza. Títulos famosos -otros en proceso de serlo- pero todos geniales, hicieron el entramado para un concierto que, además de nutrido, tuvo aspectos ceremoniales y transgresores en diversos sentidos. Un nombre saltaba a la vista, generando el aplauso que siempre arrebata: Cecilio Perera, advenido entre los suyos, dispuesto -como siempre- a dar más brillo a la vida cultural de Yucatán.

La sesión comenzó con una dosis de acentos mexicanistas, con José Pablo Moncayo mediante su preciosa “Sinfonietta”. Más de setenta años de factura solo la robustecen como emblema de un lenguaje que describe a México sin tener que decir palabra. Como es costumbre, la cuerda grave -violas, chelos y contrabajos- genera solidez espontánea sobre la que violines primeros y segundos construían sus contrapuntos y sus preciosas melodías indias. Considerando esa base, la presencia de metales graves y percusiones, pasó del racionamiento, del murmullo tímido, a refutar por todo lo alto, aquello que señalaban sus contrapartes agudas. Lo peor de la pieza es su escasa duración. Bien pudiera ser indicio de sinfonía, aunque su nombre explica que sus dimensiones fueron reducidas a una versión pequeña, toda magistral, estimulante al orgullo de una nacionalidad bravía.

Cecilio Perera entró a escena. Terminaba la expectativa y en su sonrisa tenue mostraba su humildad de siempre. Maduro en el gesto, era espejo de alegría frente a la tempestad de aplausos con que le recibieron. Algunos tuvimos el privilegio de verlo interpretar a Vivaldi, con la hoy llamada Orquesta de Cámara de Mérida, en el tiempo que hacía sus tareas de secundaria. Era asombroso y grato ver a aquel niño expresarse musicalmente como ahora, dos décadas después, como si hubiera nacido sabiendo. En una mano llevaba la guitarra que autentifica su trayectoria. Dentro de ella, Alejandro Basulto surgiría mediante su obra “Jig Variations” para guitarra y orquesta.

Su estructura reclama ajustes en la afinación de cuerdas graves -de ida y vuelta- mientras la ejecución ocurre. Pide más cosas. Reduce la orquesta a una constitución menor -de cámara- quizá demasiado profusa para nivelarse a la sonoridad natural de la guitarra. Conforme se desarrolla, Basulto integra todos sus elementos en un discurso a veces más orquestal que guitarrístico. En compensación, la guitarra tiene pasajes virtuosos lejanos al principio renacentista que infunde la obra. Desde luego, la destreza exigida, pasando por todos los márgenes de expresión, cupo perfectamente y de sobra en las cualidades del invitado especial. La orquesta resplandecía sobre todo en el desarrollo disonante de los temas, lo que sitúa técnicamente a la pieza en un estadio individual y que podrá considerarse escalera en la evolución creadora del joven yucateco.

Desde la retaguardia, los metales se robustecieron. Así las maderas y la dotación de percusiones, según la metamorfosis que señala Javier Álvarez para el huracán que compuso. Lo bautizó “Y la máquina va”. Es una obra pasmosa, abrupta, enriquecida de brillantes síncopas percutivas, una especie de laberinto sonoro en equilibrio. Su sonido es energía que hace difícil permanecer sentado. Las ganas de aplaudir llevan a comprender lo que siente el villamelón, guiado por su instinto un palmo más arriba de entender las formas. Lo mejor del asunto ha sido que las reminiscencias de Revueltas -un breve atisbo- poco a poco quedan atrás. Álvarez tiene una expresión propia. Se crece y se vincula a cada sección a través de un manejo esplendoroso de recursos orquestales. Hace recordar a sus predecesores o a sus cercanos contemporáneos; pero su mexicanidad luce máxima, al punto que se piensa una velada debería ser de su exclusiva autoría.

Algo semejante ocurre con Arturo Márquez. Su colección de danzones, bien harían un festival en su honor. Continúa trabajando con sus eternos colores básicos, con sus recursos habituales, pero no deja de sorprender. Para esta ocasión, su “Danzón Núm. 8” es una invocación raveliana; produce un ímpetu de difícil descripción, como si el nacionalismo fuera un jolgorio a través de sus acordes. Aquello de irse dosificando, de ir planteando la melodía desde lo bajo, haciéndola bailar entre secciones, esboza una progresión que conquista la atención, como los filmes rápidos que revelan el paso gradual de la noche al día. En cierto momento, aquello explota de sonoridad; nunca se supo cómo llegamos allí. Su resultado consuma la función sensible a quienes estamos por el arte armonioso. Márquez, de nuevo, alcanza la meta junto a Álvarez.

El gran cierre con “Huapango”, del mismo autor oberturante, puede ser espada de doble filo. Se sigue abriendo paso entre quienes esperan ansiosos la reiteración de su patriotismo -lo que sea que eso signifique-, en este tiempo de reconfiguración social. Por otro lado, muestra el desgaste de la reiteración, hasta en el mote que la sitúa en segundo lugar de nuestros himnos nacionales. La orquesta, por su parte, hizo como se manda. Lanzó una interpretación agraciada, marcial según sus posibilidades, pero esencialmente sonera y hasta dulzona se diría, como el glissando* inesperado en un fraseo que debía conservarse serio. Con todo, provocó un torrencial de aplausos. El agradecimiento del público estaba justificado por la belleza en cada punto del programa, pero además por el obsequio de estrenar en Mérida estas obras de Basulto y Álvarez.

Sin embargo, el cenit de la noche fue alcanzado por la guitarra a manos de Cecilio Perera. Junto a él, Chan Cil halló de nuevo a Peón Contreras, para un extraño y atemporal reencuentro, celebrando su paternidad de la canción yucateca. Cecilio agradeció la calidez, con “La Mestiza” de encore**, en una versión propia hecha del recurso que norma a los grandes maestros. Lo que Cecilio posiblemente no sospechaba, era que mayor al suyo fue el agradecimiento del público, el de su tierra y cómo no; allí lejos, donde se ha trasplantado, hay una guitarra que sabe cantar en yucateco. ¡Bravo!

*Deslizamiento de una nota a otra.

**Pieza de obsequio fuera de programa.

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