La violinista Angélica Olivo conquista Yucatán

En su regreso, el público de la OSY recibió con ovaciones a la violinista venezolana Angélica Olivo.

“Nada hay tan importante, como el acento de la verdad”. Ignacio Manuel Altamirano

Muy interesante cosecha musical fue presentada en el Peón Contreras, en el programa noveno, con que la Sinfónica de Yucatán va saldando la segunda mitad de su temporada treinta y cinco. Considerando una simbiosis de patrias y un rango de solo veinticinco años, las obras traídas a la ocasión representan episodios notables en la evolución musical, imponiendo la preeminencia de Austria y Alemania: el clásico Mozart cedería paso al Romanticismo de Mendelssohn, rematado por el hinterland del clásico romántico, a hombros de Franz Schubert. Así, la obertura de “La Flauta Mágica”, abrió el camino de una noche de estándares, impulso redivivo de cuanto ha permanecido enlatado en discografías y en la memoria.

Mozart lanza el trazo de su arquitectura operística con una profusión de cuerdas. A lo largo del camino va dejando señales de su masonería como de sus intenciones en algunos mensajes ocultos a la mayoría. Lo consigue sin problemas, en parte por su inteligencia extremadísima, en parte porque, en aquella cultura, nada se dice como es cotidiano. Sus simbolismos comprenden una destreza más dentro de aquel lenguaje fastuoso. Mozart echa mano de la discreción en cuanto a percusiones y alientos, como cosa casual. Se basa en estos para madurar el sentido de sus fraseos mientras dibuja violines con la liviandad de mariposas, formando una desbandada. Pasa de lo moderado a lo asombroso, pero nunca se excede; después de todo, él es Mozart. Pasma, como es costumbre. Aquello que empezara con la sensatez de un exhorto, a los pocos segundos quedaba entre violines con mil reconfiguraciones gráciles. Lo más impresionante es el equilibrio que exige sin hacerlo evidente y que la sinfónica percibía con la mayor precisión.

La Obertura se agiganta, pero languidece jamás. Cumple su finalidad de crear la atmósfera para toda la catedral que preconiza y que para esta ocasión será promesa por cumplir. Ha preparado -satisfactoriamente- la recepción a la violinista Angélica Olivo, quien llegó nuevamente de Jalisco para adueñarse de Yucatán, como lo hiciera justo antes de los estragos de la pandemia. Volvía con su candor de siempre, ahora con el célebre concierto de Mendelssohn en Mi menor, integrado de tres partes entrelazadas, que encierra además otras cualidades de innovación del prodigioso hamburgués.

Entonces comenzaron las manifestaciones extrañas. Mendelssohn -él y solo él- estipula que el solista empiece su discurso arrojándose al precipicio, casi sin esperar la reacción del acompañamiento. Ello implica un esmerado equilibrio entre orquesta y concertista, como algo esencial que no accidental. Siguiendo las fluctuaciones emocionales de la obra, exige una alta precisión entre las articulaciones del violín solo y el carácter general del conjunto. Una desconexión entre ambos hace peligrar la interpretación convirtiendo un concierto sublime colegido a frases articuladas en la medianía. Más que una mutualidad, por cuanto a lo técnico, se trata de la idéntica respiración -inspiración- de las treinta y tantas almas comprometidas en recrear el finísimo sentido mendelssohniano.

Ante esa imposibilidad, la otra cuestión fue mantenerse en pie: era necesario desviar la interpretación a términos de Tchaikovsky, que no demeritan la belleza sonora, pero truecan el estilo hacia otro contexto. Mendelssohn no es un creador menor, si se le (ad)mira en tecnicismos que apuntalan su principal virtuosismo, la composición. Su legado estriba en el cuidado de entenderle dentro de cánones emocionales que, como buen alemán, sigue reglas estrictas, donde el ímpetu de persecución jamás tendrá cabida. Desde luego, el aplauso. El trabajo satisfactorio, merece reconocimiento. La asistencia pedía así un obsequio adicional y, en formato minimalista, fue concedido el tema “Recuérdame”, de la banda sonora en una de muchas películas de Pixar. El violín puede extraerse de las minas clásicas para acercarlo a un contexto masivo. Encuentra su hogar en infinidad de manifestaciones populares y mucho se agradeció la jovial ocurrencia.

Dentro de las palabras mayores, llegó Franz Schubert, célebre por la llamada del mediodía en la radio mexicana. En realidad, compuso profusamente, apoyado en su canto inagotable, que desde niño le deparó un lugar en el aquel coro “Cantores de Viena”. Dueño de melodías por centenares, su Cuarta Sinfonía recibió de él mismo el mote de “Trágica”, quizá más por reaccionario -normal en un joven de diecinueve años- que por reflexivo. Tantas serían las frustraciones que desde joven le acompañaron en su agenda profesional como en la personal, que es asombroso cómo siempre se reinventa en un pentagrama y en otro más. En la Trágica, un Schubert muchacho desarrolla sus ideas dejándose un poco influir de Haydn. Teje una intimidad entre cuerdas y alientos, en una dirección creciente de recursos armónicos propiamente suyos.

La orquesta, amplia en su dominio del tema, seguía la certidumbre en la batuta de Juan Carlos Lomónaco. La reproducción musical quedó en valiosos términos que acabaron en fuertes ovaciones. Cuatro episodios de orografía diversa -más profunda o más liviana, por momentos- definieron la enérgica musicalidad del vienés sin admitir comparación con otros compositores. Pese al velo oscuro que pudo plasmar, Schubert ríe o al menos, bien que lo pretende. La interpretación quedó a la altura, situada en sus facultades intactas. La gracia generalizada de la partitura forjó el agradecimiento espontáneo. Sincero el aplauso, allí estaba la realización de un esfuerzo estupendo.

La densidad del repertorio respalda la capacidad de la Sinfónica de Yucatán como faro cultural. Cada obra es un reto de distintas proporciones, abordada con la mayor pulcritud y espíritu. Por fortuna, los conciertos se han convertido para Mérida -y para Yucatán- en una costumbre de conocimiento y de renovación para el ánimo. Vengan más. ¡Bravo!

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