Un repertorio que combina el Romántico y el Clásico selló el cuarto programa de la Sinfónica de Yucatán, en su aún joven temporada treinta y siete. La estrategia, consistía en que Schubert y Brahms enfrascaran a Beethoven. Este, invocado de nuevo, lejos de fatigar es estimulante. Amalgamar estirpes con corrientes y con edades, es de lo más atinado. Los maduros hijos de Alemania y el austríaco Schubert -que apenas dejaba la adolescencia- concuerdan muy bien, como cortados con la misma tijera.
La orquesta, fiel a su costumbre, puede crear estados de ánimo por poco medicinales: así es lo sorpresivo de sus combinaciones y más por su calidad interpretativa; y con la batuta de casa, de nuevo en casa. El maestro Juan Lomónaco arrancó su ofrecimiento con una obra del joven Franz Schubert, su Sinfonía Quinta, compuesta en la misma tonalidad de su famoso Ave María. Luego de saludar y de las presentaciones de rigor, el sonido cristalino surtía sus efectos. Como habiendo salido del taller de Mozart, Schubert por fin se desapega cantando su propio lenguaje, demostrando que el maestro de Salzburgo fue abastecimiento y guía hasta entender su propio camino.
Aquello era balance rotundo entre cuerdas y alientos, con su flauta solitaria y sus pares de fagotes, cornos y oboes. Nada de tremendismos, costumbre de Beethoven o de Brahms. Ya vendrían. Su astucia formaba el avance melódico del primer movimiento, pero con dulzura. Así la personalidad de la obra, que llega a la melancolía fermentada del mismo candor. La interpretación se abrió paso, directo a sus metas, como una ventisca. Completados los cuatros movimientos de su formato, la firmeza de los aplausos cerraba un primer episodio exitoso, pero…
En los conciertos de la Sinfónica, suele haber toda clase de inconveniencias, pequeñas en su mayoría. Son irrupciones humanas, comprensibles e inevitables, que van desde las toses hasta el murmullo súbito entre compañeros de asiento. Sin embargo, tras dieciocho años de marcar la pauta cultural, entre los que van disfrutar a la OSY también se encuentra un puñado de personas con actitud extraña. Dieciocho años de advertir que ciertas cosas no son admisibles, como el uso de teléfonos celulares, no han servido de mucho; en cada ocasión, no falta quien se muestra tal como es para agredir -con displicencia- una presentación artística de alto nivel, como es cualquiera de tales espectáculos.
Se está en verdad, lejos de ambientes más libertarios, donde todo se vale. Así, el concierto del 20 de febrero de 2022, pudiera tener el rótulo de “Beethoven doblegado”, porque la obertura “Leonora Núm. 3” pudo empezar hasta que, por fin, el dueño o dueña de un teléfono celular lo permitiera. Algún día, algo tendrá que funcionar contra la reticencia de quienes, sintiéndose con el aplomo de imponerse al reglamento, practican una de las conductas menos agraciadas para convivir entre los demás. Cuando el maestro Lomónaco dedujo que sí tenía permiso para proceder, de nuevo extendió los brazos. El acorde inicial -poderoso- de la tercera “Leonora” influyó para restablecer el buen ánimo.
Inconfundible como es, Beethoven trae más sonido orquestal que su antecesor con tal de mantenerse profundo pero sutil. Su manejo armónico, demuestra su creatividad, pero a la vez es lo que quiera ser. A paso lento, la obertura no crece, pero matiza. La flauta, en intercambios con las familias, oscila y no mucho después, se desentiende. Ahora la cuerda ha reaccionado y se asume para debatir con los metales. Aquello llegó -a pesar de los dos siglos a la distancia- a un tope de admiración. Y de la nada, la ocurrencia que con regocijo se ensancha, el ánimo surge y es Beethoven renacido en la Mérida nuestra. Los aplausos, sustanciosos. La orquesta, a la altura. Todos felices.
El acontecimiento que representa Beethoven -aunque fuere un suspiro- abrió el paso a la siguiente perfección. Brahms, en sus “Variaciones sobre un tema de Haydn”, está lejos de ser el joven que obtuviera la guía de Schumann. Es un tipo maduro, un compositor expertísimo. Como suele ser, el piano -esa vez le sirvieron dos- fueron base para hacer sus cálculos, hasta destinar su simpatía por Haydn también en forma de orquesta.
Interpretada de maravilla, el rosario transcurre a velocidades diferentes, siempre bajo la misma tonalidad de aquel encantamiento schubertiano, como empezara la tarde. La Sinfónica establece marcas nuevas con repertorios así, calibrados como ligeros pero hechos de inspiración que glorifica al conjunto. Lo bueno es que sigue viniendo más música y llega con la energía que sale de una no tan simple batuta. Aplausos y vítores lo comprueban. ¡Bravo!