La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar. Eduardo Galeano
A veces envidio a la gente a la que no le gusta el fútbol. A aquellas personas que van por la vida sin preocuparse por lo que pasa en los campos de juego, sin tener un equipo favorito, sin admirar a un jugador o jugadora. Que durante el Mundial continúan con sus actividades diarias sin retraso alguno al no perder 90 minutos de su mañana mirando un partido. Envidio su capacidad para mantenerse inmunes a la ilusión que despierta un encuentro mundialista. Han de ser personas con el hígado sano y con una gran capacidad de autocontrol.
Los envidio por momentos, hasta que un árbitro pita el inicio de un partido mundialista y entonces me vuelvo a dejar llevar por la utopía del balón. Esa que no necesariamente provoca que se avancen dos pasos hacia el horizonte, sino que en tiempos de un campeonato del mundo genera que un país entero se detenga para que sus ciudadanos se peguen a una pantalla a sufrir por gusto, por afición. Los aficionados al fútbol vivimos de utopías que duran un cuatrienio. Durante ese período de tiempo nos dedicamos a mirar partidos de nuestras ligas favoritas, nos emocionamos cuando nuestro equipo gana y preparamos el camino para sufrir con la selección de nuestro país.
En México sabemos mucho de ello. El llamado ciclo mundialista nos presenta una utopía en el horizonte futbolero, inalcanzable pero ilusoria. El camino para llegar a ella suele estar empedrado, lleno de obstáculos y trae consigo un sinfín de decepciones, las cuales tienen varios puntos culminantes: la gran mayoría traídos por derrotas contra los Estados Unidos. A pesar de ello, la bendita zona en la que México se elimina permite que los planteamientos utópicos de nuestro fútbol terminen siempre instalando al equipo nacional en una fase de grupos mundialista. Y es ahí donde las cosas se vuelven más complicadas, más sufridas, pero en donde por alguna razón (o incluso sin que exista alguna) la utopía futbolera vuelve a presentarse.
En el primer partido de México en Qatar esa razón tiene nombre y apellido: Guillermo Ochoa. Un arquero cuya principal característica es la de ser un extraordinario atajador salvo por un tipo de jugada: los tiros penales. Cuando Héctor Moreno jaloneó a Robert Lewandoski en el área mexicana, la primera reacción de muchos de nosotros fue llevarnos las manos a la cara. El árbitro ignoró en primera instancia una falta clarísima y tuvo que ser llamado a verificar la jugada por la omnipresente voz del VAR, esa que susurra a través de un audífono directamente a la conciencia arbitral cuando desde las alturas detecta una posible falla cometida por el colegiado y sus asistentes. La determinación tomada desde los cielos futboleros fue inobjetable y concordaba con lo que muchos habíamos mirado desde la perspectiva de una esperanzadora negación: era penal.
Y ahí estaban frente a frente: uno de los mejores delanteros del planeta contra el portero mexicano. Los augurios no eran necesariamente los más favorables para la causa futbolística mexicana (¿cuándo lo han sido?) pero la utopía es poderosa e incluso puede vestir de verdugo a la casi segura víctima y así fue. Ochoa se lanzó hacia su costado izquierdo y, ante el asombro de todos, detuvo el penalti ejecutado por Lewandoski matando las esperanzas de una Polonia que fue superada por los mexicanos en cada palmo de terreno durante todo el partido celebrado en Doha.
Ahí es cuando uno piensa en todos aquellos que pasan por el mundo sin ser entusiastas por el fútbol, porque con su atajada y con el tipo de partido que han jugado los seleccionados mexicanos, los aficionados hemos encendido nuevamente la llama de la ilusión, la que pensamos que ahora sí se convertirá en un poderoso rayo que nos lleve más allá del horizonte del cuarto partido mundialista. Eso a pesar de que el empate a cero contra los polacos no es el mejor de los resultados. El punto es bueno, pero insuficiente, sobre todo porque el siguiente partido es contra la selección de Argentina que naufragó entre las dunas qataríes al perder sorpresivamente contra una pujante selección de Arabia Saudita.
México pudo llegar con dos puntos más a ese partido que será determinante para los dos equipos, pero no ha sido así gracias al fantasma del “ya merito” que también es buen amigo del fútbol mexicano. ¿Qué sigue? Quizá la posibilidad de vengar deportivamente y de una vez por todas las eliminaciones que nos recetaron los argentinos en 2006 y 2010, y dejarlos, ahora sí, fuera de una Copa del Mundo o bien perder contra ellos y alejarse dos pasos de ese ansiado horizonte llamado octavos de final o tal vez soportar otro empate, uno que sirva para hacer más duradera esta adictiva ansiedad mundialista.
Vuelvo entonces a envidiar un poco a los que no estarán preocupados por lo que pueda pasar el sábado 26 de noviembre, a los que no discutirán horas y horas con los amigos sobre las posibilidades mexicanas ante los gauchos, a quienes son inmunes a la decepción o al triunfo futboleros. Vivirán tranquilos mientras el resto de nosotros intentaremos salir inmunes a la locura del primer fin de semana del Mundial del 2022.