Este cuento fue publicado originalmente en el libro “Parábolas del silencio” (Editorial Era).
Las arrugas de Montero casi desaparecen al crisparse su rostro, luego se acentúan, envejeciéndolo de más por unos segundos, antes de desvanecerse de nuevo. Ha de ser la canción que anunciaron, se dice Regina en tanto lo observa desde el otro lado de la mesa. Le choca. Además odia a la cantante. De seguro ahorita se levanta y apaga el radio. Pero en lugar de ponerse de pie el hombre aprieta los puños. Sus ojos se angustian cuando las bocinas del aparato desparraman las estridentes ofertas de una tienda departamental. Ya me hace falta una plancha nueva, piensa Regina, y enseguida cuestiona a su marido con la vista. ¿Te sientes mal, viejo? No lo pregunta en voz alta porque se lo impide un repentino endurecimiento de los hombros. Sus músculos se tensan, gimen en silencio dentro de la piel. Todavía lo quiero. Es inútil negarlo. Y su mente se repite una y otra vez que sí, lo ama con un odio seco, rasposo, que ni siquiera a rabia llega, mientras los acordes de la canción anunciada atestan la cocina de agujas sonoras, despliegan sus vibraciones entre platos y tenedores, lastiman los tímpanos y ahogan el murmullo atorado en la garganta de Montero.
La tensión muscular alcanza entonces la espalda baja de Regina. Se le enrosca de manera alarmante en la columna en tanto contempla cómo el hombre manotea desesperado en torno a la corbata hasta que consigue aflojar el nudo con el gancho de un dedo. Estás mal deveras. No es nomás un ahogo, la mujer se sorprende a causa de la serenidad de sus pensamientos. No. Es tu corazón. Un ataque. Sí. Los manotazos del hombre le parecen lentísimos, como si en vez de ser síntomas de dolor fueran los ensayos de una pantomima. La cantante del radio entona los primeros versos de una balada y Regina los tararea sin darse cuenta al posar la vista en los nudillos pálidos de su marido. Una ligera punzada le palpita en el pómulo, justo donde el último moretón terminó de desaparecer esta semana. Su estómago se contrae, las sienes le laten con fuerza, mas ella no se mueve. Montero emite un gruñido y Regina no lo escucha. Toda su atención se centra en los cambios de color en el rostro del hombre, que va del rojo profundo al amarillo y de ahí al blanco. No me vayas a dejar sola, viejo. ¿Qué haría sin ti? Él tose, un hilo viscoso cuelga de su boca, los ojos se le hinchan acuosos, inclina el tronco en la silla como si alguien lo empujara con ímpetu. No te caigas. Aguanta, mi amor. A pesar de estas palabras que articula y escucha dentro del cráneo con claridad, una parte del cerebro de Regina permanece ajena a su alarma, dando forma a las frases que ha repetido tantas veces durante las últimas tres décadas: Lo odio, pero lo amo. Debo quererlo. Es mi obligación. Es el padre de mis hijos. Entonces hay un atisbo de reacción en ella y sin moverse de la silla calcula en cuatro o cinco segundos el tiempo que tardaría en correr hacia su marido para auxiliarlo, en diez u once lo que le llevaría alcanzar el frasco de píldoras en el primer estante de la despensa, en unos veinte lo que demoraría en colocar un vaso bajo el grifo de agua. Apoya las manos en la mesa con el fin impulsarse, mas la visión de unos grumos de saliva espumeando entre los labios del hombre la paraliza: se trata de la misma saliva que destila al llegar borracho, la que empezó a surgir de la boca de Montero cuando ambos dejaron atrás los años de juventud, la que mastican sus dientes durante sus arranques de ira, la que todavía hace un tiempo, de vez en vez, le untaba en los pechos y en el cuello al momento de tallarse contra su piel. La vocalista grita en las bocinas algo acerca de cambiar de amor y Regina se pregunta cuándo esa secreción dejó de anunciar deseo para convertirse en anticipo de violencia. No da con la respuesta. Aparta la mirada y la fija en el radio.
Hace un esfuerzo por escuchar la letra pero le resulta imposible. Conoce la canción, la ha oído decenas de veces, ha coreado sus proclamas con entusiasmo, recuerda incluso que en cierta estrofa la vocalista deja de cantar y se arranca con un discurso que siempre le ha puesto la carne de gallina, y sin embargo ahora algo le impide comprenderla. Será que los compases de la música se mezclan con los ruidos sordos que emite el hombre en su lucha por no perder el equilibrio. Es inútil, mi amor. De cualquier modo vas a acabar en el piso. Y los cientos de caídas de Montero desfilan entonces en la pantalla de su memoria, y cada una le provoca una sensación específica entre el rencor y el miedo, entre la ternura y la lástima, entre el asco y la vergüenza. Regina aprieta los párpados. Se frota las sienes. Intenta concentrarse en la música. En cierto momento logra visualizar a la vocalista, tal y como la ha visto en televisión, y siente que sus músculos se relajan un poco: se trata de una diva que entusiasma a las señoras pero suele irritar a los hombres. Montero y sus amigos se refieren a ella como “la puta esa que necesita un macho con muchos pantalones”. Sí, es ella. La Lupita. Regina sonríe. ¿Oyes, viejo? Mira quién vino a cantarte en tu despedida.
Abre los ojos y se encuentra con un decrépito rostro de anciano que expresa impotencia, súplica, terror, todo junto, y al mismo tiempo odio ante su indiferencia. Te estás muriendo, querido. ¿Lo sabes, verdad? Lo mira con curiosidad mientras murmura para sí: Por fin. De inmediato la culpa la atenaza. No. No puedo pensar así. Es mi esposo ante Dios. Le debo respeto, consideración. Gira la vista hacia las píldoras en el estante y vibra de nuevo en ella el impulso de ponerse de pie, mas la voz de la vocalista, recorriendo varias escalas en un solo verso, atrae su interés. Ahora el canto habla de sufrimientos causados por un hombre y los tonos altos son un lamento furioso que retumba en los oídos de Regina. Se pregunta por qué está tan fuerte el volumen y recuerda que fue Montero quien giró la perilla hasta el tope para acallar sus palabras cuando ella le decía que el mayor de los hijos se había metido en un problema. Suspira con resignación. Clava una mirada interrogante en esa máscara grotesca que cada vez se parece menos a su esposo. ¿Por qué eres así? Pedro sólo necesita un poco de ayuda. Como tú ahora. Montero abre la boca aunque no consigue llevar aire a sus pulmones. Se oprime el pecho con esas manos grandes y rudas que Regina conoce tan bien. ¿Por qué, mi amor? Nunca amaste a tus hijos. Admítelo. Por eso cuando huyeron de ti no hiciste nada por retenerlos. No te importó dejarme a mí huérfana de ellos. Estamos mejor solos, decías, porque no deseabas testigos de tu conducta. La súplica se intensifica en el rostro del hombre. Ella se encoge como si quisiera desaparecer. Enseguida un sobresalto la sacude con violencia al ver que el cuerpo de Montero se inclina demasiado, se balancea un par de veces y se viene abajo con una lentitud exasperante, crujiendo en el suelo como si se rompiera por dentro mientras la silla cae con un chasquido y en las bocinas del radio la vocalista se desgañita con su discurso contra los hombres.
Por Dios. Esto no debería ser así. Regina recuerda cuántas ocasiones soñó el deceso de su marido, mas en sus sueños Montero moría tranquilo en su cama, después de una larga agonía, atendido por ella hasta el instante final, y no tan de repente, en lo que dura una canción y con el radio a todo volumen. Cierra los ojos y sacude la cabeza una y otra vez para eludir la escena, pero un silbido extraño se suma a la música obligándola a abrirlos de nueva cuenta. El viejo está tumbado sobre su brazo izquierdo. Tiene amoratada la piel del rostro. Tose a medias, carraspea. La inercia de su peso lo hace dar un giro hasta quedar bocarriba y, entonces, un silbido distinto al anterior, débil y tortuoso, anuncia que su garganta se ha vuelto a cerrar.
La vocalista ha concluido su diatriba en el radio y entona por última vez las notas del coro. A Regina la invade una sensación de pánico. Atisba el bulto de su marido entre brumas, pues las lágrimas le humedecen los ojos. Se levanta de un salto, mas en cuanto advierte que Montero aún trata de respirar se deja caer en la silla. Ya muérete, mi amor. No sufras. En el pómulo le palpita un recuerdo doloroso y se lo acaricia con las yemas de los dedos. Recorre de un vistazo las píldoras en el estante, el grifo que gotea, los vasos recién lavados en el escurridor del fregadero. Le tiemblan las manos. Siente náuseas.
Con el estómago revuelto escucha la última tirada de voz de la cantante y, en tanto el tono y el volumen de la música comienzan a decaer, su memoria proyecta una rápida sucesión de imágenes donde reconoce escenas de su vida en común con Montero. Cuarenta y cinco años de casados. Instantes de goce y sufrimiento, de angustias y satisfacciones compartidas, de entrega absoluta y de dolor: Montero abrazándola, golpeándola con saña, celebrando eufórico el nacimiento de un hijo, mirándola con deseo, orgulloso de ser su dueño. Fuimos felices, dice Regina en alto y su voz emerge trémula. Algunos días. Sí.
La canción ha terminado. Las bocinas callan durante un segundo. La mujer se pone de pie con dificultad, pero sus movimientos se aceleran en cuanto el locutor emprende una perorata sobre la siguiente melodía. De un manotazo Regina agarra el frasco de píldoras, luego corre al fregadero, llena a medias un vaso y regresa hacia su marido. Montero tiene los ojos muy abiertos, inmóviles, fijos en el techo, pero su cuerpo todavía se sacude con los últimos estertores. Ella le separa los labios, desliza una píldora entre ellos y luego vierte un poco de agua que se mezcla con la saliva casi seca. El hombre no se mueve. Entonces Regina lo abraza con suavidad, une su rostro al de él y un enorme vacío dentro del pecho la hace sollozar mientras repite una y otra vez en un susurro: No me dejes sola, mi amor. No me dejes sola.