Tres años y siete meses duró la espera. La pandemia de coronavirus despojó a Mérida en dos mil veinte de aquella promesa que finalmente se cumplió este octubre de lunas y eclipses, bajo otra batuta y en otros escenarios. Así, la Sinfónica de Yucatán pudo desempolvar el añorado Réquiem de Mozart. En la primera de sus tres irrupciones, la noche del veintiséis, la S. I. Catedral de San Ildefonso registraba un lleno total, entre adeptos a Mozart, los feligreses de casa y un nebuloso número de indagadores regidos por el azar y por la temporada cultural que impulsa el gobierno estatal. Para las ocasiones restantes, elegí asistir al Palacio de la Música. Sus puertas abiertas ampliaban aquella retribución pendiente, que también habría consistido en una tercia de presentaciones.
La partitura – naturalmente – es una colección de cantos. Por tanto, el Coro de Ópera de Yucatán, uniéndose a la Sinfónica, cristalizaba su desempeño junto a solistas invitados especialmente para tales ocasiones: el ensamble de soprano, mezzo, tenor y bajo quedó configurado con las voces – excelentes – de Zaira Soria, Linda Saldaña, Gerardo Reynoso y Enrique Ángeles, respectivamente. Mozart, de esta manera, entregaba su obra póstuma a la batuta actual, el maestro José Areán, haciendo un marco perfecto para celebrar a todos los santos y a los fieles difuntos.
La primera instrucción, en medio de un silencio no consistente, hizo un aura incierta. El adagio de la “Introducción” descartaba el requisito de baja intensidad, vacilando en el justo momento de zarpar. Pero la cuerda extremaba precauciones, manteniendo lo necesario para llegar al sentido correcto. Su balanza daba resultados y el coro quedaba favorecido para hacer sus oraciones musicalizadas.
Y es que, bajo la sincera acústica del Palacio, cada indicación en pentagrama es asunto de la mayor importancia. Tratándose de la súplica, en el espíritu de la obra, lo es más. Y tratándose de Mozart, se establece en cada ápice un valor especial, en un decir Jesús. La música, desde su buena hechura, imponía belleza. El rosario se elevaba para pedir perdón, para suplicar de nuevo, para crear un mensaje que en su amplio conjunto, seguía siendo un acto de fe.
La dirección iba así, atravesando un camino fácil. Su unidad propia, la orquesta, avanzaba con la firmeza habitual. De violines a contrabajos, el acompañamiento procuraba la sonoridad según las exigencias vocales, con el “Dies Irae” confirmando los meses invertidos bajo el magisterio de la directora María Eugenia Guerrero, que fortalecía a su conjunto allí mismo, cantando en el escenario. El resto – alientos y percusiones – perfeccionaban los trazos. Sus acentos y claroscuros demostraban las hermosas ideas del compositor.
“Tuba mirum”, siguiente en la Secuencia, es el primer punto álgido de los solistas. La parte del tenor causaba la impresión de llegar a un estrato mayor, quizá por la técnica – magnífica – del maestro Reynoso. La gracia de un solista a la otra y luego en participación armónica, calaba por el esmero del cuarteto. Los compases se sucedían y afortunadamente, faltaban muchos por continuar.
“Rex Tremendae”, sucesivo en el listado, es un escalón resbaladizo. Superlativo por varias razones donde la potencia es una de ellas, su tempo confirma que Mozart es fácil de escuchar pero es lo contrario en su proceso de interpretación. Más velocidad diluye los ímpetus hacia lo jocoso. Menos velocidad, los disuelve por completo. Iba quedando bien y, como balanza que oscila, llegaba al equilibrio.
Los demás episodios mantuvieron el testamento del gigante. La muerte, tema central de la partitura, segó la composición y elevó a los altares a uno de los más grandes, sin alcanzar los treinta y seis años. Partiendo de la “Lacrimosa”, los valores espirituales sugerirían opciones a Franz Süssmayr, enfrentado a la difícil comisión de cerrar el paréntesis abierto por su profesor. La versión de la OSY, superando mil exigencias, iba en aumento hasta el ritornelo de “Lux Aeterna”, canto de comunión que concluye la obra y que iniciaba un torrencial de aplausos.
Han pasado poco más de dos siglos desde que el Réquiem mozartiano fascinara al mundo. Joseph Ratzinger – el Papa Benedicto XVI – en algún discurso habló de su asombro por el pedazo de cielo en la obra de Mozart. Esta vez, Mérida tuvo la alegría de disfrutarlo. El Réquiem y todo el catálogo previo, exige talento que la Sinfónica garantiza sola o con invitados. Valió la pena la espera. ¡Bravo!