El ego en la literatura: yo, el otro, el mismo…

En su texto, Noé Vázquez compara a distintos exponentes de la literatura del yo, la otredad y la suplantación. Fernando del Paso, Borges, Nabokov y Rimbaud ceden el paso a Adania Shibli, imprescindible narradora palestina y una de las nuevas voces literarias de Oriente Medio...

No deberíamos engañarnos con el espejo de nuestra personalidad unitaria. Siempre hay otra detrás de nosotros. Un yo es una suma, una conjunción de existencias pasadas que nos van formando poco a poco, una serie de sedimentaciones sobre las que nos vamos construyendo: ciertos rasgos culturales, cierta memoria del espíritu, ciertos atavismos que nos persiguen. Cualquiera puede ser otro.

En Memoria y olvido, la biografía de Juan José Arreola, Fernando del Paso decide narrar en primera persona, como fingiendo la voz del biografiado. Del Paso finge ser otro para revelar, para contar una historia. El escritor se convierte en histrión para emular el espíritu del otro.

Para escribir una biografía falsa, del Paso escucha la voz de Arreola en algunas grabaciones y comprende que puede generalizar el modelo de ese lenguaje, de ese conjunto de particularidades que conforman su habla y personalidad. De alguna forma, crea un modelo de lenguaje reciclando las minucias de su idiolecto.

Semejantes ejercicios de empatía sobran. Menciono como ejemplo inmediato a Borges, quien va más allá y crea un personaje capaz de replicar palabra por palabra la obra cervantina en el cuento “Pierre Menard, autor de El Quijote”. Para poder reescribir El Quijote letra por letra,  Menard desafía su propia personalidad para enfundarse en la de Cervantes, se niega a sí mismo en una operación extrema de transmigración. El yo  de Menard desaparece para fundirse con el otro al grado de escribir la misma obra.

Vladimir Nabokov en La verdadera vida de Sebastian Knight establece ciertas correspondencias entre dos personalidades que resumen nuestra relación con el otro y con los límites difusos de nuestra identidad. En la novela de Nabokov se narran las pesquisas en torno a la vida de un escritor famoso, Sebastian Knight. Dicha investigación la emprende su hermanastro, quien a todas luces, es un escritor mediocre, sin la grandeza del biografiado. Como si se tratara de la búsqueda de Kurtz en El corazón de las tinieblas,  la obra de Conrad, el narrador le descubre al lector el fruto de sus averiguaciones, que muchas veces se contradicen entre sí.

Entre más investiga al biografiado a partir de testimonios de conocidos, más advertimos el nivel de complejidad que adquiere esa vida que pretende conocer. El autor crea la imagen de que nuestros roles pueden ser intercambiables y las fronteras que delimitan a los individuos pueden ser muy difusas. Nabokov resuelve su fórmula poética en la existencia del yo en el otro. El narrador de la novela de Nabokov jamás vio vivo a Sebastian Knight, llega tarde a su lecho de muerte y termina por acompañar a otro moribundo a quien ni siquiera conoce. Estuvo escuchando la respiración de otro. En ese momento, el narrador piensa que tiene  una revelación:

Sea cual fuere su secreto, conocí otro secreto: el alma no es sino un modo de ser —no un estado constante— y cualquier alma puede ser nuestra, si encontramos y seguimos sus ondulaciones.

Nabokov nos obliga a preguntarnos acerca de la naturaleza del yo y pone en entredicho nuestras nociones sobre la identidad propia porque nuestra personalidad es el bucle de rutinas previas que han sido repetidas una y otra vez. El narrador de Nabokov percibe que en esta puesta teatral llamada vida hay un apuntador calvo que nos va guiando con nuestras palabras y nuestras decisiones. Luego, todos se retiran del escenario:

Todos se marchan a su vida cotidiana […], pero queda el héroe, porque a pesar de mis esfuerzos no consigo abandonar mi papel: la máscara de Sebastian se adhiere a la mía, el parecido no quiere esfumarse. Soy Sebastian o Sebastian es yo, o quizá ambos somos alguien que ninguno de los dos conoce.

La idea de un yo fundido con el otro se encuentra en varias culturas a lo largo del mundo. Tal vez una de las más notorias es la representada por el budismo, en donde se busca trascender el ego y fundirse con una otredad universal. Hay un yo que se disuelve o dispersa. Tal visión del mundo ha inspirado a los poetas a distinguir lo distinto en nosotros y exteriorizarnos en la multiplicidad, disociarnos de nosotros mismos y salir de nuestro ensimismamiento. Borges, para quien “somos, felizmente los otros” nos dice en el mini cuento “Le régret d’ Heraclite”:

Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbauch.

Para Gerard de Nerval “yo soy el otro”, la fórmula de yo escindido, dividido —como todos—, un hombre que se dispersa en sus múltiples existencias. “El desdichado” es un poema que nos habla de la diversidad que hay en nosotros, de la felicidad de transmigrar como un deporte que implica la velocidad del espíritu.

¿Soy el Amor o Febo? ¿Lusignan o Byron?;

Roja mi frente está del beso de la reina;

Yo he soñado en la gruta que habita la Sirena […]

Podemos asociar esa idea de multiplicidad de Nerval con Rimbaud, quien en una carta a su maestro George Izamabard le menciona: “Yo es otro. Tanto peor para la madera que se descubre violín”.

Por otro lado, la escritora palestina Adania Shibli en su novela “Un detalle menor”, realiza un proceso de suplantación y empatía similar al de Nabokov a partir de la vida de dos mujeres palestinas separadas por veinticinco años. La novela de Shibli ha causado incomodidad en una realidad y actualidad convulsionada en donde hay un conflicto árabe-israelí que se ha recrudecido con los ataques de Hamás y el genocidio del estado de Israel hacia la población civil en la Franja de Gaza. Estaba previsto que el pasado octubre del 2023 la autora recibiera una galardón en la pasada feria del libro de Fráncfort, sin embargo, el director de la feria canceló la premiación dando explicaciones poco convincentes. Se presume que esta cancelación se debió a que se piensa que la novela es antisemita.

La novela de Shibli toma como marco histórico ese eterno conflicto entre la nación palestina y la judía en el año de 1949 en el desierto de Néguev. La novela se divide en dos partes: en la primera, se describen los ciertos hechos realizados por un grupo de soldados israelíes durante una campaña militar llamada Nakba, que consiste en la expulsión de los palestinos de sus tierras. El relato se centra en el secuestro, violación y asesinato de una joven palestina. Toda la narración flota en un ambiente de crudeza y salvajismo derivado de estos eventos en el desierto, así como la delimitación del estado de Israel y sus fronteras cambiantes.

La segunda parte es narrada por una mujer, quien conoce de estos hechos a partir de un artículo periodístico que leyó alguna vez. Narrando en primera persona, y a partir de un monólogo interior, vamos conociendo las motivaciones que llevan a esta mujer a indagar en ese crimen de guerra cometido justo veinticinco años antes de la mañana de su nacimiento. El lector acompaña a esta joven en sus averiguaciones en las cuales se va acumulando la tensión respecto al peligro en que ella se encuentra.

En un final abierto, Shibli sugiere que ambas mujeres, separadas por veinticinco años, comparten el mismo destino. La autora plantea la idea de que cada persona es una recapitulación de otra. Una mujer que sigue las ondulaciones del alma de la otra, justo como en la novela de Nabokov. La mujer que nos habla en la segunda parte desarrolla un nivel de empatía que la lleva a repetir como un guion o en una cadena de predestinación, el destino de la muchacha asesinada en 1949. La geografía y la historia solo se repiten: los mismos retenes, las mismas fronteras, los mismos soldados; al final, un conflicto que no termina de resolverse.

Para Shibli —en el monólogo del personaje—, las relaciones entre los seres humanos tienen tal paralelismo que semejan a la misma hierba que “vuelve más a adelante a brotar otra vez, y en el mismo sitio, al cabo de veinticinco años”. La empatía nos lleva a distinguir detalles, a descubrir lo que somos en el otro, en los otros. Shibli sabe que, como en la novela de Nabokov, “cualquier alma puede ser nuestra”. Somos esa “madera que se descubre violín” que nos menciona Rimbaud o esa planta que, arrancada de la tierra, brota de la nada en una serie de repeticiones que se perpetúan.

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