El Padrino, una saga que Coppola no pudo rechazar

Los ojos de la bestia

Hoy en día, casi todas las franquicias cinematográficas operan a manera de compromisos a largo plazo entre los encargados de levantar los capítulos que conforman a las sagas y los espectadores emocionalmente involucrados con los personajes desde la primera película. En este proceso, el sentido de continuidad, de que todo forma parte de una misma realidad unificada entre dichos personajes y lo que les ocurre, ha pasado a ser indispensable a nivel mercadológico. Más que en meros términos de franquicia, Hollywood piensa en términos de universos herméticos, específicos y pródigos en elementos tan comercializables como lo bastante familiares para que las audiencias se sientan cómodas dentro de ellos.

Por eso encuentro irónico que uno de los antecedentes más remotos de esta tendencia pueda hallarse en el primer capítulo de una trilogía que en principio no quería ni tenía que convertirse en trilogía. Una película, de hecho, cuyo director no tenía interés en realizar fuera de una urgencia monetaria. Y por si fuese poco, tampoco quiso en principio hacerse cargo de sus dos respectivas secuelas. El Padrino (The Godfather, 1972) constituye el inicio de una franquicia renuente. De aquella que no quería serlo, pero que involuntariamente fue arrastrada por diversas circunstancias a estar lo más cerca posible de acabar como tal.

Teniendo los detalles de su producción bastante frescos (tras haber impartido un seminario fílmico alrededor de ella hace poco más de un mes), no deja de sorprenderme la manera en que el espectro de la indiferente conveniencia la envolvió en su manto prácticamente desde su concepción. De no haber estado ahogándose en miles de deudas de juego con una familia numerosa que mantener, a Mario Puzo probablemente jamás se le hubiese ocurrido escribir una novela sobre una familia de la mafia italo-americana.

De no haberse hallado a la merced de su fusión con la multinacional Gulf + Western y desesperada ante la falta de ingresos como resultado de la inercia socio-cultural que anunciaba la muerte del sistema clásico de los estudios hollywoodenses a finales de los años sesentas, quizás Paramount Pictures no hubiese puesto sus esperanzas de salvación en el inesperado éxito comercial de la susodicha novela en un género clásico particular (el de gángsters) que todos daban ya por muerto.  Y finalmente, de no haber tenido a su productora independiente de San Francisco en números rojos, puede que un joven realizador llamado Francis Ford Coppola se hubiese resistido a la presión de su socio George Lucas (sí, ese mismo George Lucas) para aceptar el dinero que Paramount le ponía sobre la mesa con tal de dirigirla y usarlo para mantenerse a flote.

Nadie creía en El Padrino. Pero todos la necesitaban. ¿Qué otro motivo hubiese tenido Coppola para molestarse en adaptar una novela que de entrada le parecía muy vulgar, intrascendente y sensacionalista? ¿Por qué Paramount habría cedido a su “capricho” de ubicar la historia poco después de la Segunda Guerra Mundial y no en la década presente, lo cual habría sido más económico? Porque mientras más rápido la acabasen, más pronto cobrarían, irían a casa y se olvidarían de ella. La creían un inconveniente necesario, pero efímero. Un mal transitorio. Como bien sabemos ahora, estuvo bastante lejos de eso.

Si Paramount hubiese anticipado el fenómeno cultural a punto de desencadenarse, ¿lo habría canibalizado como se acostumbra en nuestros días? ¿Habría filmado las tres películas ininterrumpidamente, sin esperar quince años para estrenar la tercera? ¿Habría amarrado la participación de Robert Duvall para no matar a su personaje en las entregas siguientes? ¿Habría concebido un crossover en el que Al Pacino se partiese en dos para que Michael Corleone y Tony Montana (Scarface, 1983) existiesen en una misma realidad? Preguntas sin respuesta como las anteriores me hacen agradecer que El Padrino sea, en ese sentido, una saga incompleta. Un universo a medio construir. Una “franquicia” después del hecho.

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