“¿Cómo puede ser el cine arte, si todo el arte desciende de alguna manera de la religión? Hoy veo la respuesta, porque el cine surgió de la magia”. Stanley Cavell
Nadie en nuestra generación recuerda la primera animación que vio, la primera película. Está sumergida en la bruma de la infancia, y quizás quede alguna imagen, alguna sensación, pero la sorpresa, el encanto de entrar con consciencia a una sala se ha ido. La experiencia iniciática -mística- de entrar a una sala obscura y descubrir un mundo que existe atrás de una pantalla, donde todo es posible, donde vive la imaginación, nos está vedada. A cambio, lo que hemos perdido de mágico, de extático, lo hemos ganado en accesibilidad, pero este intercambio nos ha quitado algo. De tanto ver el efecto hemos dejado de ver las causas.
Sometida a las presiones del mercado, la animación ha sido empotrada al nicho infantil. Su propia esencia se ha ocultado, pues la animación no es el arte del movimiento, no es hacer que las cosas se muevan, es el arte de dar vida a las cosas.
Y es aquí donde surge mi principal problema con el estilo de animación hegemónico impulsado por el Estudio Disney. Cualquier aficionado a la animación conoce, o al menos ha escuchado del libro “La Ilusión de la Vida”, libro seminal de Ollie Johnston y Frank Thomas, dos de los “Nueve Viejos” de Disney y, en derecho propio, maestros de la animación. Pero su libro, precisamente por bueno, es peligroso. En él, Johnston y Thomas establecen 12 principios necesarios para crear la ilusión de la vida en la mente del espectador. 12 técnicas formales para crear animación, que si bien son efectivas, confunden el origen con el fin. La verdadera animación es sobre crear vida, no la ilusión de ella. El animador verdadero entiende que la clave reside en otra parte y que estos principios son simples herramientas, y a menudo, falsas soluciones.
En América es muy difícil escapar a su influencia. Pero Europa del Este supo ver más allá. Supo entender una forma diferente de crear vida, que no estaba atada al naturalismo, esa pasión tan estadounidense, y que apostó a la expresión y al arte como principio fundamental para crear vida. Libre de la obsesión naturalista, creadores como Jiří Trnka, Karel Zeman y Hermína Týrlová en Checoslovaquia, Jan Lenica y Walerian Borowczyk en Polonia, Macskássy Gyula en Hungría o la Escuela de Zagreb en la ahora utópica Yugoslavia de Tito rompieron los moldes tanto del naturalismo idílico de Disney, como del realismo revolucionario Stalinista en Rusia. En medio de una esfera comunista, estos animadores hallaron una manera de ser libres y vitales en su animación, una libertad formal y de temas que expandió y maduró a la animación poderosamente y en poco tiempo.
Las condiciones para ello, eran irónicamente perfectas en estos países. La animación es un arte intensiva a nivel laboral, lo que era deseable en un mundo donde lo comercial no es un problema (no habían departamentos de ventas en los estudios comunistas) y que estaba libre de influencias, porque llevar la cartilla del partido no podía dar empleo, necesitaba tenerse talento y habilidad. Y los premios internacionales que llegaron con esta combinación confirmaron a los diferentes regímenes comunistas la sabiduría de apoyar la producción de animación, una relación tan armónica como era posible en el mundo censurado del Este, hasta que como todo lo demás, se colapsó con el fin del comunismo.
La gran riqueza de la animación de Europa del Este radica en su diversidad salvaje. Todas las técnicas eran igual de válidas y admirables. Todos los formatos, el largometraje no tenía que ser el rey. Técnicas impagables y extremadamente artesanales eran posibles, óleo sobre vidrio, recortes de papel sofisticados, animación experimental y, por supuesto, la animación de títeres que llegaron a niveles técnicos y artísticos altísimos gracias al espacio que supieron darse los artistas y darles sus sociedades.
Ésta es una animación que no puede encasillarse. Trnka, el gran genio de los títeres, no tuvo problemas con ilustrar o animar dibujos. Zagreb anticipó la UPA llevando la animación limitada a niveles de expresividad y encanto insospechados. La narrativa misma se expandió con obras como “La Bola con Puntos Blancos” del húngaro Tibor Csernák donde una niña sueña despierta las aventuras que podría tener con su pelota. Zeman haría mundos que hoy llamaríamos “steampunk” inspirado en grabados de Doré mezclando maquetas, actores y dibujos animados en una fantasía que tendríamos que esperar a Terry Gilliam para ver en Occidente.
Y es quizás eso una de las diferencias más patentes en este mundo donde se esperaba de los animadores ser artistas. Donde colaborar no implicaba renunciar al estilo propio, que buscaba crear la ilusión de la marca en la estabilidad del estilo de dibujo. Era el estilo el que se amoldaba a la idea y no al revés. Hay una rareza única a esta animación, que impide poder englobarla formal o artísticamente. La taxonomía se deriva de la geografía, la diversidad y la libertad de sus creadores. No es una animación que sea fácil o sencilla para quien espera una estructura conocida y tranquilizadora de tres actos y un dibujo donde la claridad se imponga a la expresión. Pero es la otra mitad de la animación que necesitamos para ver la vida ante nuestros ojos, la vida que no pasa fuera de nosotros sino dentro.
Una breve addenda
No quiero que se piense que niego la importancia revolucionaria de los doce principios de Disney. Su verdadero valor reside en descubrir, que para crear esa naturalidad en la animación no bastaba con imitar la realidad. Si así fuera, el rotoscopio sería todo lo que hace falta para crear esa naturalidad y esa ilusión vital. Pero los estudios Disney descubrieron, no sólo que el rotoscopio generaba una sensación extraña y extranjera en el movimiento, sino maneras que al romper lo realista, generaban naturalidad. Allí reside su genio y la razón por la que hasta hoy son una base fundamental de la animación.