Los poemas de Machado nos recuerdan que antes del ingenio se encuentra la vida, que escribir no es un despliegue de habilidades ni un manifiesto estético —aunque su poesía no carece de destreza y forma, sino una puesta en relación del arte con la vida. La búsqueda de la interpretación filosófica o las coincidencias con otros autores y corrientes, lo cual muchas veces resulta lo más fácil, nos aparta de la esencia de la poesía. De su plasticidad. El autor quiere decir, no que se diga. Quiere enseñarnos a darle lugar al poema como un espacio sagrado, a escuchar los ritmos y pasos que palpitan en una lectura lenta y concienzuda. A hallar motivos en lo cotidiano.
Por eso no canta los grandes acontecimientos, sino las naderías que le dan sentido a la existencia. En Campos de Castilla escribe: “Desdeño las romanzas de los tenores huecos / y el coro de los grillos que cantan a la luna. / A distinguir me paro las voces de los ecos”. Al rechazar esto que él llama “los afeites de la actual cosmética” asume una actitud crítica ante las pretensiones puramente ornamentales que amenazaban con colmar el siglo. Basta mencionar que apenas tres años antes de la aparición de estos versos, el periódico Le Figaro había publicado en Francia el Manifiesto futurista: una oda a la velocidad, al insomnio febril, al puñetazo. Machado disintió con esa estética de la lanza y como testimonio nos legó sus versos. Sus imágenes parecen proponer una poética del hombre solo, aquél que busca la introspección antes que la manifestación:
Y me detuve un momento,
en la tarde, a meditar…
¿Qué es esta gota en el viento
que grita al mar: soy el mar?
A Machado lo encontramos constantemente con ese gesto aparentemente pasivo; detenido, por ejemplo, frente a un olmo seco, esperando el surgimiento de la vida. Pero esa condición espiritual no es para nada una renuncia, sino una protesta ante el exceso. Su postura es la de quien ha experimentado la velocidad, pero quiere volver y estudiar el milagro de la creación.
Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido […]
Mi corazón espera
También, hacia la luz y hacia la vida,
Otro milagro de la primavera.
Machado insiste: no hace falta sentarse a interpretar, sino dejar que las cosas hablen. Permitirle a la vida florecer, sin confundir esa actitud de respeto ante la existencia con un rechazo total a la sabiduría y el conocimiento. Su propuesta es la armonía. La brecha que abre va en igual medida contra el erudito que ha perdido la voz propia, como contra el profano que se entrega al puro disfrute de las pasiones. El segundo cuarteto de un soneto dedicado a recordar la imagen de su padre nos sirve para ejemplificar esta estética de la proporción y la mesura:
Mi padre, aún joven. Lee, escribe, hojea
sus libros y medita. Se levanta;
va hacia la puerta del jardín. Pasea.
A veces habla solo, a veces canta.
Machado nos transmite la emoción del tiempo. Presenta una imagen cariñosa y nítida de su padre. Mira con respeto. También allá está el poeta que protesta contra el exceso y la acumulación. Quiere atesorar esas pocas memorias que lo habitan. Pero para extrañar se necesita la calma. Una calma y un estatismo que no es inmovilidad sino reflexión. Algo en sus versos parece decirnos que el paisaje es para mirar, no para interpretar. Una vez más, disentir con el movimiento, reconsiderar el universo:
Pensamiento: Parar, parar el mundo
entre las puntas de los pies,
y luego darle cuerda del revés
En este mismo tenor quisiera enfatizar, como nota final, la coherencia con la que Machado practicó el arte y la vida. En este punto no me quiero detener en lo dicho, sino en lo callado; que por sutil y velado ad- quiere una potencia devastadora. Hacer sentido: ante lo copioso el poeta no tuvo palabras, sino silencios. Escribir poco, lo esencial.
*El presente texto forma parte del libro “Falso Estudio” (Aldvs, 2016), de Isaac Magaña GCantón.