Lizette Abraham o el dilema de la imagen

En las fotografías, porque no hay duda de que se trata de fotos, Lizette Abraham ha evocado (aunque más que evocado, invocado) escenarios que han sido ocupados por entes plásticos. Además de los ambientes propios de escenas insinuadas, el personaje incluido ha sido multiplicado a partir de sí mismo, aunque de modo  unívoco, situación que parece absorber la atención del espectador (aunque más que absorber, sorber).

Pero el espectador tendrá sus dudas: ¿son escenas, personajes, escenarios, o todo junto? Y la fotógrafa tendrá que ser más diversa en su evocación (invocación): sí, personajes; sí, multiplicados. Sí, escenarios; sí, plastificados. Y también sí, escenas detenidas en el tiempo; sí, tiempos detenidos en un instante. ¿Y qué con eso? Tal vez sea una imagen que representa a la imagen misma, con su propio personaje unifacético y reproducido a sí mismo en una interminable escenografía: imagen de la imagen: metaimagen hundida en la metafísica y con su propio metalenguaje.

La ausencia de rostros, para que la presencia sola de la figura del personaje multiplicado proyecte el ente mismo de un cualquiera en el escenario rugoso, en medio de una escena inacabada. Todas las figuras (que en realidad es la misma multiplicada) quisieran expresar lo que no terminan de decir nunca, como detenidas a propósito, como parte de un despropósito.  El cuerpo insinuado y su postura elástica podría representar a un cualquiera en un medio ajeno, pero apropiado para la intención: proyectar nada concreto, aunque el todo abstracto… como un alarido mudo.

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Debajo del disfraz, el cuerpo del ente unifacético se muestra apegado al disfraz, aunque encajonado en un prototipo de personaje que quisiera representar a un cualquiera sin perder el ente interior. Doble personalidad: personaje externo, ente interno; concreción de lo abstracto, abstracción de lo concreto; acto dramático, acción congelada. Dos en uno, y uno multiplicado en dos, tres, cuatro, cinco ensimismados, con una desnudez asoma debajo del disfraz, de la apariencia vestida, de la plasticidad ocultante: sensualidad y teatralidad, eros y drama.

Más allá de los personajes ero-dramáticos, los espacios escenográficos también se multiplican a sí mismos, en una repetición que se extiende hacia atrás y hasta el infinito. Las escenas, surreales. No hay reflejo de realidades, sólo reflujo de ideales. Se muestra lo que no es y se demuestra lo conceptual que oculta, entre lo material y lo virtual, entre lo que hay fuera y lo que se esconde dentro. Todo ello en medio de una dialéctica inerte, nada dinámica, sólo representada en un instante detenido, que aparenta ir y venir, en un vaivén inerte capturado en uno de sus instantes.

Luego entonces, ¿qué es: fotografía o escenografía; ente o personaje; escenas o instantes? Tal vez no importe lo que resulte ser; tal vez ni siquiera haya intencionalidad en la expresión. Lo que sí, las imágenes atraen la atención, la expectación; los entes, las escenografías o las escenas hacen detener al espectador y lo absorben en su atención (o le sorben su imaginación) para llevarlo a un edén imaginario, sin nombre propio, a un paraíso perdido, y meterlo en el disfraz del personaje, transformarlo en ese ente unifacético y abandonarlo en aquellos desiertos coloridos y sombríos.7

¿Que para qué? Tal vez para dinamizar la estática; para que el alarido adquiera estridencia; para que la escena muestre el drama; para que el ente exprese su cometido: al parecer, una protesta social, una demanda judicial, una denuncia personal, una exigencia humana o lo que se le parezca.

Ya no importa mucho cuál es el mensaje del ente multiplicado en sí mismo, ya no sirve de la atención epistemológica, ni de atracción estética, ni de nada. Parece que sólo vale la configuración de la escenografía, el instante de la escena inacabada y el personaje representado por ese ente ero-dramático que está insinuado en su figura plástica y elocuente. El dilema del trabajo fotográfico de Lizette Abraham se diluye entre la escenografía de un paraíso traicionado por todos, en el que nadie hace nada sino protestar (en un acto extremo) y sin cambiar las circunstancias sociopolíticas de una nación desterrada de sí misma.

No cabe duda, eso sí, que el ente protestante es una mujer que apenas se deja ver a través de un disfraz poco delineado, sin muchos más datos que su figuración desfigurada. El ente femenino, que parece representar una madre abandonada, una esposa viuda, una hermana huérfana…  hace escuchar sus alaridos en medio de su mudez, porque no los escuchamos; hace ver sus contorsiones en el centro de sus lamentos; hace valer su voz desvalida para hacerse escuchar a través de las imágenes de esta serie en apariencia interminable, de la cual -parece- que sólo nos devela algunas muestras.

Nota del editor: Para complementar el texto, vale la pena ver este video acerca del proceso creativo de la artista en cuestión…

 

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