“Bizcocho de naranja”, un cuento de Lorena Rojas

Este cuento de Lorena Rojas (San Luis Potosí) viene incluido en el libro "La sangre de las plantas", publicado por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (Extraeditados, 2024). Por ello, aquí te dejamos una probadita de este "Bizcocho de naranja", ¡no dejes de leerlo...!

Este cuento viene incluido en el libro “La sangre de las plantas”, publicado por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla en la colección Extraeditados (2024).

—El secreto es no variar ninguno de los ingredientes que dicta la receta. Si dice tal marca de harina esa será, las otras no salen igual, queda batido el pastel. Luego hay quien quiere cambiarme el aceite de cocina por mantequilla ¡Pero si bien claro dice ahí que aceite! Si sigues la receta al pie de la letra, sin meter tus terquedades, te quedará perfecto, como debe ser.

Mamá decía todo eso cada vez que hacía su famoso bizcocho de naranja, el mejor que he probado y lo mejor que supo hacer en vida. Eso, y decirle a la gente todo lo que hacía mal.

— ¡Dije harina La Pura! Ahora vas y cambias ese mugrero, y no me importa si no hay, la buscas por todo el pueblo ¡pero de que la traes la traes! —. Y así iba yo de tienda en tienda hasta que encontraba lo que me pedía sin ninguna variante y podíamos comenzar a preparar el bizcocho.

Mamá tenía días buenos y días malos. Casi siempre se alternaban, uno y uno sin fallar. Cuando tocaba el bueno era lo mejor que me podía pasar porque hacíamos juntas de comer, horneábamos algo y a veces hasta leía conmigo y me planchaba el uniforme. Ya como a eso de las ocho de la noche que nos alistábamos para merendar, me empezaba a dar tristeza porque sabía que el día siguiente iba a ser un tormento. Y aunque supiera, creo que nunca logré acostumbrarme.

Los días malos tenía que despertarme, ir a revisar si estaba respirando y si la dosis de medicamento que había tomado era la correcta, así aprendí a marcar discretamente sus tiras de pastillas y saber cuántas debían quedar en el empaque, algo que tenía que hacer varias veces durante el día. Algunas ocasiones sucedía que no había tomado ninguna y ella dormía todavía cuando yo entraba, entonces debía despertarla despacito y darle su medicina yo misma.

***

Cuando se tienen todos los ingredientes sin falla alguna en sus especificaciones, lo primero, es exprimir las naranjas. No es tan fácil como parece, bueno, exprimirlas sí, pero escogerlas bien es el chiste. Las naranjas deben ser dulces.

— ¡No sirven si me las traes medio verdes, eh! lo único que vas a hacer con eso es amargar la masa y no sale igual.

—Sí, mamá, ya sé.

—Bueno eh, pobre de ti. Ya sabes que por mucho que le aumentes el azúcar, no se acomoda— Y sí, ya me había pasado. Los sabores tienen que estar bien balanceados y las naranjas en su punto. Lo malo es que desde que pasó, no dejaba de recriminármelo aunque hubiera sido hace mucho.

—Recuerda que tienes que dejar una para usar la ralladura de su cáscara y decorar el pan— Yo intentaba hacerlo bien, pero ella siempre encontraba algo qué corregir, qué reclamar. Intento imaginar si siempre fue así y no acierto, lo que me consta es que si en algún momento fue distinta yo no la conocí. La faceta de madre era una cosa que ella se ponía y se quitaba cuando lo consideraba preciso.

Desde que papá dejó la casa, y a nosotras en ella, su vida se iba frente al espejo. Yo la observaba por el resquicio de la puerta, ella con su bata puesta aunque pasara de mediodía, sus ojos perdidos, recorriendo el reflejo de esa mujer que parecía tan vieja y a la vez tan niña. Verla me daba cierta tristeza, quería abrazarla y decirle “ven todo va a estar bien” y desenredar sus cabellos con un cepillo bonito, ponerle loción, talco y todo lo que hubiera a mano para ahuyentar las lágrimas y la sensación de soledad que se respiraba en esa habitación de aire pesado.      

— ¡¿Qué estás mirando?! — me gritaba, desesperada, con la rabia saliendo de los ojos, como si yo hubiera traspasado alguna barrera que debía ser inquebrantable. Pero cómo no iba a hacerlo si todo estaba tan mal, las barreras se habían diluido hace mucho. Ese trazo que me ponía en el papel de hija de pronto era el mismo que me colocaba del otro lado a su antojo, como un juego. Ser hija y madre era para nosotras algo que se incorporaba como la mezcla para pastel, delicadamente, una mezcla homogénea, de tanto batir y batir de pronto ya, no hay vuelta atrás, no hay huevos ni harina, es otra cosa. Es una mezcla que puede convertirse en un pastel perfecto o, más comúnmente, en un verdadero desastre que vuelve todo irrecuperable.

Sus gritos me traían de vuelta.

-¡Mezcla bien, con la mano! ¡Qué delicada me saliste!

Su tono me irritaba, delicadeza era lo que ella menos tenía, podía entender que me considerara delicada a mí, según sus estándares. Pero siento que no me conoce mucho, a mí me encanta mezclar. La mezcla de ingredientes en esta receta se hace manualmente para deshacer uno a uno los grumos que se forman. Es una masa suave y fresca gracias al jugo, que se escurre entre los dedos y que poco a poco adquiere cuerpo. Desprende un aroma delicioso aún antes de llevarse al horno. Mamá siempre huele así, su cocina y toda ella. Yo no huelo a pan, ni a naranja, y aunque toda la vida comimos ese bizcocho, no dejo de extrañarlo.

***

Cuando me fui de su casa, me esforcé por formar mi espacio en la cocina. Mis procedimientos, mis mezclas con las manos pero con calma, sin prisa y sin gritos. Encontré mis propias recetas, las medí con mis estándares. No más palmas, puñitos ni pizcas, por lo menos no de manos que no son las mías.

—El molde debe engrasarse muy bien, con aceite del mismo que se agrega a la mezcla, sí, aceite, no mantequilla— Su voz me taladra.

−¡Aceita y enharina! ¡Rápido, casi le pides permiso!

El molde del bizcocho, ese molde, tenía años con nosotras. Era una batalla también cuando se perdía entre todos los trastos que se acumulaban en aquella cocina. Rodillos, batidores, ollas y jarras, aunque tuviera decenas, para ella tenían que ser los mismos, como si la receta fallara al cambiar de utensilio, como si hubiera que aferrarse al pasado, a las formas, a la costumbre que cada día nos tenía más diluidas.

Mi molde es nuevo, elegí el color, el material, la forma. Lo engraso con aceite y cierno la harina sobre la lisa superficie, no como aquel abollado y ondulante que nos dejaba un pan deforme. Enciendo el horno, la temperatura es importante y lo es también el tiempo, 15 minutos a 185◦C, no más. Para ella el tiempo es relativo, importantísimo a la hora de hornear e insignificante para otros menesteres. Así, siempre despertaba tarde, me llevaba con grave retraso a la escuela y, muchas veces olvidaba recogerme, hasta que volvía yo caminando y la encontraba frente al espejo, desconcertada de verme ahí, en el umbral de la puerta cuando en su cabeza era tan temprano todavía.

Mi horno despejado, sin trastes ollas ni bolsas en su interior como aquél donde horneaba con ella. Mi pan esponja perfectamente y está en su punto.

— El palillo, el palillo!—, gritaba. Parecía innecesario hacer la prueba cuando había respetado a la perfección el tiempo de horneado, pero era parte del ritual, el palillo perfectamente limpio al salir del bizcocho era su trofeo, la medalla a su precisión y terquedad. Algo que le encantaba restregarme a la cara, como si no fuera yo misma una más de sus utensilios y procesos.

Ahora mi parte favorita, el aroma a bizcocho de naranja invade la cocina mientras se enfría. Debe estar frío para poderse bañar con el glaseado.

-¡Pareces nueva! ¡Pero si no haces caso! ¡Que lo dejes enfriar!

El pan lo absorbe todo si no se ha enfriado lo suficiente. El glaseado debe ser espeso, de un blanco brillante, bañando el pan y creando un relieve encima que lo deje antojable y precioso.

Mi glaseado es, al fin, de consistencia perfecta. Parto la naranja que he reservado, hago medias lunas que ondulo a lo largo del bizcocho, contrastando su color con la blancura. Se siente tan bien verlo listo. El agua de mi té ya está hirviendo, es extraño poder comer en paz, servirme a mis anchas y usar mi taza favorita. Tomo un trozo perfectamente esponjoso y con la textura adecuada. Al llevarlo a mi boca no puedo contener una lágrima de ira. Nunca quedará como el de ella.

Alma Lorena Rojas Sánchez (Cerritos, SLP, 1992). Estudió la Licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericana en la UASLP. Cuentos suyos aparecen en diversas antologías como Ni una sola palabra (UANL, 2021), Mexicanas 2. Infancias perdidas y Mexicanas 3. Senderos redimidos (Editorial Fondo Blanco, 2022 y 2023 respectivamente) y la Antología de Escritoras Potosinas 29 voces en el desierto (Letra Púrpura Editorial, 2023), entre otras.

Es autora del libro de cuentos La sangre de las plantas, editado por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Es cofundadora de Ítaca, espacio de librería, biblioteca y actividades culturales. Desde 2023 se desempeña como Cronista Municipal del pueblo donde nació y ha vivido casi toda su vida: Cerritos, San Luis Potosí.

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