Todavía en agosto del año pasado, durante un viaje que hice a la ciudad de México, me encontré con Eusebio Ruvalcaba en Tlalpan. Desayunamos huevos rancheros y café “con piquete” en el Rayuela, un restaurante ubicado en los portales del barrio. Al terminar nos dirigirnos al café Katsina, un sitio mucho más pequeño, donde él, desde hacía varios años, daba un taller literario sabatino.
Antes de comenzar la sesión, Eusebio sacó de una de las bolsas de su chamarra una anforita con mezcal y convidó a los asistentes, quienes bebimos como si se tratara de un rito inicial que augurase buenas letras… “Me gusta, pero falta una frase, una intención dejada por el narrador como al desgaire para entender el leit motiv del crimen”, recuerdo que me dijo Eusebio cuando terminé de leer el cuento que había llevado, un relato basado en un salvaje asesinato ocurrido hace algunos años en un cibercafé en la ciudad de Mérida, la que se supone es la más segura de México.
Así, entre trago y trago, esa tarde, con ese genuino interés en el trabajo de otros que siempre lo caracterizó, Eusebio fue soltando comentarios acerca de todos y cada uno de los textos presentados. Y no obstante la dureza de sus observaciones, gracias al tono modulado de su voz y al esmero con el que nos atendía, daba la impresión de que los participantes estábamos reunidos con un amigo cercano, antes que con un maestro.
Poco antes de las tres, me puse de pie para retirarme. Mi avión salía a las cuatro y media y me quedaba poco tiempo para alcanzarlo. Quise pagar, pero Eusebio me lo impidió. “La próxima te toca, hoy tú eres mi invitado”. Nos dimos un fuerte abrazo y salí del Katsina rumbo al aeropuerto. De haber sabido que esa era la última vez que vería Eusebio, quizás le hubiera dicho cuánto lo admiraba, cuánto lo quería.
Y es que Eusebio, además de un incansable escritor y excelente tallerista, le gustaba, como a pocos consagrados, estar al tanto del trabajo de las nuevas generaciones. Formaba parte del consejo editorial de numerosas revistas y solía apoyar la publicación de aquellos que apenas se iban abriendo camino en la travesía de la palabra escrita. Fue un amigo generoso que amaba la literatura, la música y el mezcal.
En mi caso, lo conocí en el 2002, gracias a Helena o la anunciación, un cuento que publiqué en la revista Molino de letras. Eusebio, que era capaz de tener derroches de generosidad increíbles, lo leyó. Y le gustó tanto que decidió buscar mi número de teléfono para hacérmelo saber. Para mí, que entonces apenas empezaba a considerarme escritor, esa llamada fue todo un acontecimiento, un espaldarazo, un signo de que mis intenciones literarias no iban por mal camino. Y así como lo hizo conmigo, ahora lo sé, Eusebio lo hizo con muchos otros que, como yo, seguimos luchando por buscar un lugar en la República de las Letras.
En cuanto a su literatura, Eusebio Ruvalcaba fue autor de más de una cincuentena de libros, entre los que destacan, sobre todo, sus libros de cuentos (de factura impecable) y una trepidante novela que siempre suelo recomendar a mis alumnos: Un hilito de sangre. Quien no haya leído a Ruvalcaba, sírvase un vaso de mezcal, ponga un disco de Chopin y acérquese a su obra. Será la mejor manera de honrar su memoria.