“El pasado es prólogo”. William Shakespeare
Querido Javier:
Ayer, penúltimo día de septiembre, fui al Palacio de la Música; la Orquesta Sinfónica de Yucatán dispuso un catálogo de compositores mexicanos para homenajear a nuestra patria y cerró con un concierto de obras exclusivamente tuyas. Así que llegué al teatro con el entusiasmo de volver a escuchar de ti, pero sobre todo, a ti. Casi por completo todo estaba lleno, las butacas tanto como el escenario, con una tonelada de percusiones y la presencia del piano, del arpa y más metales. Hasta más cuerda había. El maestro José Areán conversó brevemente lo que significó haber elegido una parte de tu obra y entonces giró hacia la orquesta, con la batuta en alto.
Abrieron con tu celebrado Metro Chabacano. Bonita manera de lanzar boleadoras al mejor solfeador. Con la mayor inocencia, dejas saber que lo complicado no está en la melodía, sino en seguirte el paso, en ese capricho rítmico que, de repente, causa tambaleos. Por poco se cae al final; poco faltó, pero salió festivo. Ya desde ese inicio nos recordaste cómo te gustaban algunas cosas al revés: le pides al percusionista que sea melodioso y al melodioso, rítmico. Y te quedó bien, sobre todo por la variedad de efectos que combinaste. Construir sobre esa base fue inteligente y claro, no dejan de ser malabares para retar al mejor plantado, aunque te divertiría admitirlo. La piedra, al final, queda pulida de vanguardia, esa de la que vienes para representar tu mexicanidad.
Llegó tu amigo Fernando Domínguez para hacerse Vendedor de ilusiones, tu concierto para clarinete. Todos fascinados, empezando por él. Terminaba sus frases magistralmente y discreto, hasta marcaba los acentos ajenos, disfrutando ser parte de tu lenguaje. Venía el toro de regreso y volvía a arrojarse, haciendo cuantioso cada acorde o un súbito minimalista, sobre todo en tu movimiento central –así quizá lo habrás considerado– álgido de tantas cosas que revelaste de tu imaginación: las gamas de flautas y fagotes indulgentes o el grueso de la cuerda con el piano y el glockenspiel, surtieron de sabores a tu discurso, que nos autorizaba a darte aplausos nuevos. Tu partitura, como bandera a manos del director y del solista, los agradecía en medio del escenario.
Y entonces la breve Hormiga renca de paso corto saltó del piano –de aquel concurso en dos mil dieciséis– a la orquestación de tu hijo Tobías Álvarez, que mantiene la composición en el apellido que le dejaste. Su receta fue un paso de luz. Aquel alcance sinfónico le embarcó tres semanas hasta recitar los estruendos de tu fantasía y restregar tus convincentes disonancias, porque se trataba de ti y a momentos, se trataba de él. El tejido sonoro de pueblos entre montañas y valles se lanza al aire como un eco o un paisaje de espejismos. Es inocultable que, más allá de Lavista, Agudelo, Mata y Revueltas otros habrán de decidir si deben pedirte algo prestado. Volviste a ganar aclamaciones, compartidas con tu joven versionador, que sonreía de parte tuya y de parte suya frente a tus invitados.
Aquello terminaba con “De aquí a la veleta”, la suite ocurrente sobre algunas cosas que apreciaste de Yucatán, donde naciste a la eternidad. Vigorosa –tu paso habitual– de un tema al otro es un cuento sin escalas. La orquesta quedaba de cabeza para cada profusión de nuevos ritmos y de síncopas –seguidas de más permutas– tomadas del barril sin fondo que era tu universo personal. La batuta, espontánea con la orquesta, abría el paso en las junglas que creaste. Siempre sabía por dónde avanzar y cómo salir: demostrado intérprete de tu simbología.
La respuesta de cada sección instrumental, alianza de conjunto, hizo ver a la OSY como elemento natural de tu repertorio. Fuimos a tu encuentro y visitarte fue curioso, porque todos salimos de ahí con los regalos que nos diste.
Desde que el Mtro. Areán dirigió los primeros compases, mantuve la sensación de que al final estarías de pie, recibiendo ovaciones por tus crucigramas armónicos – intensos – y por tanta creatividad en tus pentagramas. Sí pareció que estabas allí, explicando tus pensamientos y visión de las cosas, convertido en dueño de cada instrumento.
Extrañarte es inevitable. Pero acordarnos de ti ahora es más sencillo; solo cambiamos el saludo cotidiano por el aplauso perpetuo. Gracias, Javier.
Tu amigo, Felipe de Jesús Cervera.