“Cuando el Mundial comenzó, en la puerta de mi casa colgué un cartel que decía: Cerrado por fútbol. Cuando lo descolgué, un mes después, yo ya había jugado sesenta y cuatro partidos, cerveza en mano, sin moverme de mi sillón preferido. Esa proeza me dejó frito, los músculos dolidos, la garganta rota; pero ya estoy sintiendo nostalgia.” Eduardo Galeano.
El párrafo anterior siempre me ha parecido fantástico, sobre todo porque Eduardo Galeano resume perfectamente lo que sucede durante los días en los que se juega un mundial de fútbol. El sillón adquiere nuestra forma, la cerveza se convierte en un líquido vital y la garganta termina por claudicar en sus labores diarias luego de que uno ha gritado no solamente goles sino cualquier cantidad de improperios. Al término de la copa es inevitable esa sensación de pérdida mientras comienzan las cuentas de cuánto falta para que el balón ruede nuevamente por una cancha mundialista.
Galeano, mi escritor latinoamericano favorito, era un entusiasta del fútbol, un sabio hombre de letras que entendía, sentía y comprendía perfectamente el fenómeno que surge cuando el balón es pateado por primera vez en el centro de una cancha; lo que sigue trae consigo una extraña mezcla de certezas e incertidumbre que se agigantan cada cuatro años con el torneo que reúne a las selecciones nacionales que han logrado su calificación a la fase final del mismo.
Nada se parece a un mundial. Ni siquiera unos Juegos Olímpicos, pues si en los segundos se esconden historias individuales o de equipo que aún rescatan lo mejor del espíritu deportivo, ninguna de las disciplinas olímpicas genera la pasión de un partido en el Mundial de Fútbol. Creo que ello se debe a varias razones, pero la primera, positiva o negativa, tendrían que decirlo los estudiosos de las ciencias sociales. Y es que los a veces olvidados nacionalismos surgen con gran estrépito cuando el equipo que nos representa salta a la cancha para disputar un encuentro en contra del rival en turno, cuyos aficionados también sienten ese orgullo nacional corriendo por sus venas.
Ninguna nación del orbe puede sustraerse a esa sensación y casi ninguna persona queda ajena al Mundial. Incluso aquellos que esforzadamente tratan de mantenerse ajenos al barullo mundialista forman parte de la puesta en escena que vibra por todas las calles del planeta una vez que la justa futbolística comienza. Y la FIFA es cada vez más consciente de ello, por eso ha convertido al Mundial en un negocio que es cada vez más redondo. Por ello, ha tratado de llevar a la competición a todos los continentes; por ello en este 2018 ha decidido celebrar un torneo más en una potencia económica y militar como lo es Rusia -a pesar de que se trata de un país con un gobierno con tintes antidemocráticos y violatorio de los derechos humanos representados por un cuasi dictador llamado Vladimir Putin-.
Pero la FIFA es especialista en hacerse de la vista gorda cuando lo que es importante es el dinero que genera un Campeonato del Mundo. La FIFA es la máxima representación de lo que se conoce como ambivalencia moral: promueve cada vez un fútbol más incluyente, pero decide llevar –por dinero- su competición a un país con un gobierno como el ruso que ha aprobado leyes en contra de la inclusión. Es sin duda una enorme contradicción y es también algo que no debemos olvidar mientras se juega en las canchas construidas por el régimen de Putin. Siempre un evento de esta naturaleza suele sacar a relucir lo mejor y lo peor del país que lo organiza. Eso sucede cuando los ojos del mundo están sobre ti y cuando el mundo entero parece tomarse cada cuatro años un mes para respirar solamente el aire futbolero y mirar un país que en otra circunstancia quizá ignoraríamos.
Lo que es difícil de ignorar es que el Mundial ha comenzado. Por esa razón, durante el siguiente mes esta columna ha decidido seguir el ejemplo de Eduardo Galeano y cerrar sus actividades cotidianas, sus peroratas sobre series de televisión, sobre música y/o sobre medios de comunicación y centrarse durante los próximos 30 días en todo aquello que se relacione con el mundial de fútbol. El título funciona también como un cartel que he puesto para tapar a otros posibles títulos de otras posibles columnas que probablemente no escribiré y que ceden, tal vez de manera no muy gustosa, su espacio a la argumentación mundialista.
También es mi sencillo y humilde homenaje a ese maravilloso uruguayo que nos contó el fútbol como nadie, que nos llevó con la magia de su pluma a los torneos del pasado, que nos habló sobre nombres legendarios como Obdulio Varela, Garrincha, Maradona, Pelé, Beckenbauer, Cruyff, Platiní o Carbajal. Ese viejillo con voz de poeta que colocaba ese letrero en su casa de Montevideo y se unía a una legión de ermitaños aficionados que nos pegamos al televisor para tratar de imitar su hazaña y ver la mayor cantidad de partidos posibles en nuestro sillón favorito.
Declaro entonces este espacio de Soma, Arte y Cultura como “Cerrado Por Mundial”. Bienvenida la querella, la polémica, los alegatos futboleros. Las letras están prestas a disfrazarse de balones: vamos juntos a patearlas para que sean capaces de llevarnos a pensar, a disfrutar y seguramente a sufrir el Mundial de Rusia 2018. ¡Que comience pues…!