Como una pálida sombra

CRÓNICAS MELÓMANAS VIII. Para Rafael Robles…

Rafael llegó temprano, aunque algunos ya estaban antes que él. Entró a la casa donde comenzaría la fiesta, con un disco bajo el brazo. Para algunos era costumbre llegar con música y bebida para toda la noche. Unos exageraban y llevaban más de dos discos, todos de 33 rpm, y hasta dos botellas de ron, todas de 3/4. Sin embargo, también estaban los que se hacían patos y no llevaban nada. Adentro, Rafael se acercó al que recibía los discos, los pondría y los cuidaría, el disc jockey de la época, y le entregó el disco que llevó esa ocasión: el primero de Procul Harum, aquel grupo inglés que desde el principio tuvo su más grande éxito, Como una pálida sombra.

No pasó mucho tiempo, cuando el lugar comenzó a llenarse. Cada vez que entraba un grupo de invitados, Rafael reconocía a alguno de ellos, se saludaban y tomaban una cuba libre. Así, poco a poco, en un rincón de la casa, unos sentados y otros de pie, se agruparon los amigos más cercanos. Desde esa esquina, Rafael miraba a una de las invitadas desconocidas, Azucena. Ella le había atraído su atención, y no sólo por su extraordinaria minifalda y su peinado minimalista, sino más que nada por su piel, entre pálida y aceitunada. Azucena tuvo que voltear a mirar a Rafael, y no porque ella haya sentido alguna atracción, simplemente porque sintió la mirada de Rafael que la recorría de pies a cabeza.

La pista de baile, improvisada en medio de la sala de aquella casa, de pronto estuvo tan llena que nadie podía moverse más de lo que los demás les permitían. La danza psicodélica que ejecutaban todos en ese momento, hasta los más arrítmicos, se interpuso entre la mirada de Rafael y la vista de Azucena, la pálida la fiesta. Entonces, él quiso atravesar la multitud para llegar a ella, pero nadie lo dejó pasar, no porque le quisieran cerrar el paso, sino porque era imposible dejarlo atravesar esa masa humana. Llegó un momento en el que Rafael se encontró en medio de aquel circo de danzantes ácidos, quienes lo obligaban a bailar sin ton ni son. Tardó un poco más de lo previsto salir de ese congestionamiento psicodélico. Y no era para menos, el disco que giraba a 33 rpm era de Iron Butterfly, y la pieza que sonaba a todo lo que daban las bocinas era In A Gadda Da Vida, obviamente en su versión de 17 minutos.

Por fin, Rafael salió del torbellino humano que lo abrazó por casi toda la canción y se dirigió, exhausto, hasta donde se habían quedado sus amigos. Tomo un poco de aire y un mucho de ron para reponerse de aquella danza dramática. Ya repuesto, buscó con la vista a muchacha de atractiva palidez por todos los rincones de la casa, hasta que dio con ella. Estaba entre otras adolescentes que, como ella, reían por todo, por cualquier cosa, hasta por los que no se reían. Así que Rafael se dirigió a ese grupo, sin quitarle la vista a la más pálida de todas y, cuando la tuvo enfrente, le preguntó si quería bailar la que en ese instante comenzaba a ser escuchada por todos, sí, absolutamente todos los de la fiesta: Como una pálida sombra, de Procul Harum.

Sin darle tiempo a reaccionar, Rafael la tomó de la mano y la llevó hacia la pista para que bailaran la canción. Como se trataba de una pieza con una melodía cadenciosa, Rafael la abrazó del talle y la hizo girar un poco. Por su parte, Azucena sólo miraba hacia un lado, sin voltear a ver a Rafael. Tal vez era un poco de pena por bailar con alguien que no conocía, tal vez era algo de emoción que ella no quería delatar, tal vez era cierta vergüenza que sentía por tener tanta palidez, tanta como un fantasma. El caso es que Rafael vibraba de emoción, al ritmo de la entonación del cantante Gary Brooker.

Cuando la canción terminó, Rafael la quiso retener para bailar la siguiente pieza. Entonces Azucena, cabizbaja, le dijo: “Disculpa, tengo que ir al baño”. Él la soltó y ella se encaminó hacia la puerta del baño, que estaba al fondo del pasillo, y atravesó la puerta sin abrirla. Lo de ir al baño había sido un pretexto para desaparecer de ahí.

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