Este capítulo forma parte del libro “Crónicas de una realidad alterada” (2024), de Rogelio Garza, publicado por Editorial Gato Blanco con portada e ilustraciones de Ricardo Cortés.
VETERANO DE GUERRAS RELIGIOSAS
En lugar del azotado maratón de la Pasión de Cristo, la Semana Santa se prestó para ver Wild Wild Country, la serie documental en Netflix dirigida por Chapman y Maclain Way sobre la secta fundada en los ochenta por Bhagwan Shri Rajneesh, conocido como Osho, y su asistente Ma Anand Sheela. Una historia de manipulación y fanatismo religioso–sexual, enriquecimiento, crímenes y traición en el pueblo gringo de Antelope, Oregon, convertido en la ciudad de Rajnishpuram por designio divino del líder espiritual. La serie me recordó aquella guerra de religiones que sucedió en mi familia entre los setenta y los noventa.
Las religiones destruyen
Durante casi tres décadas la configuración religiosa de mi familia paterna y materna era más o menos así: treintaicinco por ciento católicos radicales del Opus Dei, treinta por ciento seguidores de Sai Baba, treinta por ciento fanáticos testigos de Jehová y cinco por ciento rockeros e independientes, quienes encima tuvimos que enfrentar a la iglesia cristiana Maranatha y su cruzada contra los mensajes ocultos en nuestros discos favoritos. Cómo jodieron en aquellos días los maranathos. Hermanos y primos crecimos en medio de esta guerra santa por nuestras almas en el interior de ambas familias, la materna y la paterna, tan unidas porque las dos son del mismo pueblo mexiquense: Ixtapan de la Sal. Una locura. Los dos clanes se fracturaron desde sus núcleos y algunas relaciones se perdieron para siempre. Desde entonces supe que lejos de contribuir a la unión y respeto entre las personas, las religiones destruyen familias y comunidades y sociedades y países…
Así fue la irrupción de la secta de los sannyasin en Antelope, hordas fanáticas uniformadas con sus túnicas postradas ante “el gurú del sexo” que llegaron a invadir un territorio. Por más new age que sean, los fanáticos religiosos son peligrosos en nombre del amor, porque al final de esa inocencia se les suele pasar la mano como al líder espiritual, su secre y sus seguidores. Un “pobre” mega millonario gracias a sus fans. Los synnyasin también eran dueños de la verdad, despojados de la capacidad de reflexionar, de escuchar y respetar, estaban dispuestos a matar y a morir por su creencia y sus líderes: Osho y Ma Anand Sheela.
Baba O Lana
A principios de los años setenta mi abuela paterna, llevada por una amiga, viajó a la India para conocer a Sathya Sai Baba. Después peregrinaba cada año a Puttaparthi, pasaba seis meses allá y regresaba seis acá. Durante medio año producía y vendía sus famosos chocolates, con eso se iba la otra mitad del año a meditar. En ese tiempo, tíos y tías, primos y primas, fueron con ella a conocer al Swami. De pronto hubo un éxodo de ambas familias y algunos se quedaron definitivamente a vivir con Sai Baba durante diez, quince, veinte años. Tengo parientes que se cambiaron de nombre, tuvieron familia allá con otros seguidores o compraron propiedades.
A veces venían con las maletas cargadas de mercancías para vender: ropa, telas, artesanías, madera aromática, joyas, maquillajes… e historias extrañas sobre la vida en la comunidad y sus encuentros con el Swami. Allá todos vivían con la esperanza de tener un encuentro privado y estar en presencia del santo vivo. Después de soplarles en la cara un polvo que se despachaba en la palma de la mano, el vibhuti o ceniza sagrada, les “materializaba” joyas de oro ante sus ojos azorados. “Toma, el Universo te regala este anillo. —Las presumían orgullosos—: Esta medalla es sagrada, la materializó Swami para mí con la materia prima del Universo, el amor”.
Y se iban de nuevo a buscarse y a reencontrarse a Puttaparthi, al santuario de Sai Baba. No había conflicto religioso porque el gurú no condicionaba que cambiaras ni que abandonaras tu religión para seguirlo, entonces podían venerar a la Guadalupana y al Baba por igual. Tampoco se cansaban de invitarnos. Pero en casa nunca nos cuadró su onda, a mi madre menos porque ella en esos años se metió al Opus Dei y todo aquello le parecía pecado capital. Sai Baba se mostraba como un santo en sandalias y túnica naranja, cabellera afro y expresión de beatitud, pero estaba hundido en una fortuna incalculable. Puros donativos en dinero, joyas, oro y coches como el Rolls Royce que un árabe le regaló.
Era un hombre santo, intocable para cualquier autoridad terrenal o celestial. Jamás pagó impuestos. Y los gobiernos de la India lo adoraban porque construía escuelas, hospitales, museos, santuarios y llevó agua potable a miles de personas. Las acusaciones empezaron a finales de los años ochenta y le llovió de todo: lavado de dinero, fraude, asesinato y una montaña de denuncias por abuso sexual. Se hicieron reportajes y documentales durante los noventa, como The Secret Swami y Seduced by Sai Baba. En su defensa salieron el primer ministro de la India, quien además era su seguidor, el jefe de la Suprema Corte de Justicia, el comisionado nacional de los Derechos Humanos y el presidente del Parlamento. Firmaron un documento asegurando que era “la encarnación del amor al servicio de la humanidad.” Poco antes de eso, unos mexicanos entusiastas, entre los que se encontraban algunas tías, regresaron con la misión de abrir un centro Om Sai Ram en la Ciudad de México… Y lo abrieron.
Con los años cobré conciencia sobre estos farsantes y las inmensas fortunas que amasaban a costa de sus seguidores. Nunca me cuadró Sai Baba y me inspiraba una profunda hueva. Eso de ser guía espiritual siempre me ha parecido una estafa. Los espíritus no tienen líderes, son libres como caballos salvajes en una pradera. Y por una idea personal respecto al movimiento físico y mental como condición esencial de la vida. El movimiento es equilibrio, diría Einstein. Allá les inculcaban lo contrario, la inmovilidad y la contemplación.
Que Osho tenía veinte Rolls Royce blindados para moverse en Rajnishpuram. Son tantas las similitudes con Sai Baba, salvo que uno se salió de la India y el otro no porque ahí se sabía protegido. Los miles que llegaron a Oregon hicieron sus debidas aportaciones, pero de dónde salió la millonada para construir la ciudad sigue siendo un misterio porque no se mencionan las fuentes de su fortuna original.
Exhiben cómo lograron apropiarse “legalmente” de una extensión territorial, construir una ciudad y adueñarse del pueblo aledaño, tener su aeropuerto, un hospital y un laboratorio bioterrorista (crearon cepas para infectar el agua y los alimentos de los pueblos vecinos), crear sus leyes, designar a su gobierno y a su autoridad, enriquecerse monumentalmente, infringir las leyes de migración y uso del suelo, evadir impuestos y armarse hasta los dientes sin que nadie los molestara, salvo una cincuentena de habitantes de Antelope y un político loco. Corrupción. O Estados Unidos es un país verdaderamente libre donde cualquier David Koresh puede establecer su coto de poder, inventar su religión, proclamar un territorio independiente, expulsar a los oriundos y erigirse como líder de una fanaticada armada que se traduce en millones de dólares para su bolsillo.
Todo es pecado
Mientras unas células de mis familias paterna y materna se orientalizaban, otro segmento materno se enrolló con los testigos de Jehová. ¿Quién no conoce al menos a una persona que, por iluminación o desesperación, se convierte a tal o cual religión y trata de obrar milagros? Fue como un virus que se extendió gracias a una tía convertida, cuya misión era reclutar el mayor número de almas posibles valiéndose de cualquier artimaña. Una agresión para el Frente Opus Guadalupano. La infección contagió a tías, sobrinos, cuñados, primas, esposos, hermanas, hijos, novias y mascotas, envueltos en un santo conflicto entre los seguidores del pastor Russell y las Defensoras de la Fe Católica, el ala dura, encabezadas por mi madre, más papista que el papa, y mi otra abuelita, quien insistía en echarle la culpa de todo a los Beatles.
Separaciones, distanciamientos, planes evangélicos y fuga de parientes que, como víctimas de la guerra, prefirieron huir a otros países. En ese panorama quedamos algunos independientes, como mi primo el Rocker y yo. Desde entonces abracé al rock como mi única religión y vehículo 4×4 para atravesar el pantano. Creo que me sirvió como un escudo para protegerme de tanta pendejada, por eso es tan importante en mi vida. In Rock We Trust. Pero también tuvimos que sortear todo tipo de acosos y trampas, como las pláticas y videos de los maranatanos quienes demostraban, con audios y videos, que el rock tocado al revés escondía mensajes satánicos. Mis padres nos acosaron con esto, les urgía desconectarnos de la influencia maligna rockera.
Otra de las trampas era el rock cristiano. Así fue como atraparon al Rocker, una fanática bien buena y guapa enviada por mi tía lo invitó a un concierto. Ya dentro, la fan le echó las altas y le aclaró que era rock cristiano. Se casaron y el Rocker se volvió pastor de los testigos. Éramos el núcleo de resistencia ante los desvaríos religiosos de nuestras familias. Y lo perdí. Lo abdujeron los testigos. Solos mi hermano y yo seguimos en la resistencia rockera. Unos primos no podíamos vernos con otros porque nuestros padres no lograban ponerse de acuerdo sobre cuál religión era la mejor. Por eso empezamos a organizar reuniones secretas. No había motivo para distanciarnos por una Biblia, el papa o una playera guadalupana. Así que las reuniones se convirtieron en desayunos donde la única religión eran los chilaquiles con frijoles.
Amén…
Detenidos Osho y Sheela en 1985, la comuna de Rajnishpuram fue desmantelada como una organización criminal disfrazada de buena ondita. Bhagwan Shri Rajneesh murió en 1990 a la edad de cincuenta y ocho años, supuestamente envenenado por el gobierno gringo durante su arresto. Es posible que haya muerto por la diabetes que padecía. Por otra parte, Sai Baba murió en 2011 a los ochenta y cuatro años. A raíz de su muerte hubo una desbandada de seguidores, muchos de los cuales regresaron a sus países de origen con problemas para readaptarse a la vida occidental.
Lo increíble de todo esto, no es que tanta gente les haya creído hace décadas a estos y otros farsantes, sino que hoy todavía tengan seguidores y no son pocos. Los libros de Osho y los de Sai Baba se venden en Sanborns y en librerías esotéricas con la promesa de la trascendencia espiritual. Además, existe un centro de meditación Osho en la colonia Roma y hace poco tiempo cerró uno dedicado a Sai Baba en la misma colonia, pero su Organización Internacional Sathya Sai México continúa activa. Sin embargo, mis familias quedaron rotas después de todo eso y las relaciones entre algunos de nosotros se difuminaron. Siempre habrá fanáticos que endiosen a falsos profetas y engrosen sus cuentas de banco en nombre del amor. La gente es libre de elegir y practicar su creencia favorita mientras no salpiquen al hacerlo. Yo seguiré firme en mi religión, rockeando chingón.