Una reseña de “Guasón”, ¡sin spoilers!
Arthur Fleck tiene que subir por una larga y pesada escalera todos los días, una escalera que le conduce al vetusto edificio en el que vive. Su cuerpo esquelético sufre cada vez que una de sus piernas lo impulsa para poder alcanzar un escalón más. La escalera es retratada en contra picada, lo que la hace ver quizá en una dimensión mucho mayor. No es una decisión que el director de Joker (USA, 2019), Todd Phillips, haga por casualidad; la escalera es un símbolo perfecto de lo que la vida es para Fleck: una constante y trabajosa subida por la que se obliga a caminar.
Por ello, la única ocasión en la que baja la escalera en un ambiente festivo es cuando ya se ha transformado en su amoral alterego, cuando el disfraz y la cara pintada le han proporcionado un poder que de otra forma nunca hubiera alcanzado. Su descenso es hacia el infierno pero es justamente ahí donde ahora se siente más cómodo. Ha cumplido con un muy anunciado y previsible arco de transformación al que llega después de haber pasado por diversos estados, enfrentado una serie de mentiras y en general una vida de vejaciones que le han convertido en un ser despreciado, despreciable, atormentado y listo para tomar revancha de una sociedad que le ha dado la espalda prácticamente desde niño.
En realidad el arco de transformación de Fleck en el Guasón es lo más interesante de la película, un arco sustentado en una espectacular actuación de Joaquín Phoenix, quien pone al servicio del personaje sus capacidades interpretativas a partir del uso de todo su cuerpo, de cada músculo de la cara y de todas las emociones que es capaz de crear como elementos narrativos. Toda su interpretación está pensada para que el público entienda las razones por las cuales terminará convertido en un psicópata, uno que desconoce el remordimiento y que se entrega a la violencia como el único escape que le permite sentir cierto triunfo sobre la vida, sobre todos aquellos que le han causado daño y sobre toda una sociedad que le desprecia.
Phillips va a retratar el abismo por el que Phoenix desliza a su personaje poniendo excesivo y obsesivo énfasis en ello, provocando con tal obsesión dos cosas: la primera, que en realidad ésta no sea una película sobre el Joker sino sobre Arthur Fleck –el desequilibrado al que la vida le ha dado la espalda–, y la segunda, que el actor se ponga por encima de la historia. Porque la historia en realidad no es lo suficientemente fuerte para sobrevivir sin una actuación como la de Phoenix, pues su premisa no es novedosa, ya que su desarrollo está muy apegado a los cánones de la caída del anti-héroe, la cual ha sido contada en muchas de las artes narrativas en un buen número de ocasiones.
Lo anterior ocasiona que el principal problema del filme sea que no termina por explotar todas las posibilidades que la trama le brinda, particularmente en dos aspectos: el trato hacia los enfermos mentales y la poca o nula comprensión que la sociedad tiene hacia ellos; y el desperdicio de todo el subtexto político del filme, en el que el enfrentamiento entre las élites y las clases menos favorecidas presentaba una veta muy interesante y que termina siendo un subtexto poco aprovechado. Arthur Fleck es ante todo un enfermo mental que no recibe el tratamiento adecuado. El Estado le provee de sesiones de terapia realizadas en una lúgubre oficina y por una psiquiatra –o trabajadora social– que es en realidad una burócrata que demuestra muy poco interés escuchar realmente los gritos de ayuda que Fleck le envía. El espectador entiende que Fleck tiene un severo padecimiento que incluso le lleva a reír nerviosa y violentamente en situaciones de sumo estrés, pero poco se ahonda en la incomprensión social que eso conlleva y en la falta de alguien que tenga la capacidad para tratar de revertir o prevenir las reacciones que pueda tener el paciente.
Es evidente que en el universo del filme –y en la realidad– no existen instituciones sólidas que generen una sociedad más empática hacia el enfermo mental, pero tal evidencia se da por entendida y solamente es mostrada de manera muy somera y al servicio del arco de transformación del personaje; es decir su función es ligeramente explicativa cuando en realidad debería tratarse de uno de los puntos nodales del filme. De hecho, creo que por momentos se extraña la presencia de un personaje que trate de ayudar a Fleck a partir de un correcto comportamiento profesional, uno que busque generar un contrapeso y una salida a las frustraciones y personalidad del futuro Guasón, subrayando aún más profundo el fracaso de todo un fallido sistema de salud mental ante un hombre que está a punto de explotar y volcar a todos sus demonios en una ola de una inusitada violencia.
En términos políticos la película habla sobre un conflicto que ha provocado resentimiento social entre los habitantes de Ciudad Gótica: las élites tienen mucho, las clases bajas tienen que vivir entre una plaga de ratas gigantes. Eso provoca un vacío de poder que busca ser llenado por las élites representadas por Thomas Wayne, quien pretende ser alcalde para calmar una ola anarquista que amenaza con generar un tsunami que rompa el orden establecido. Es decir, estamos ante una lucha de clases que es un barril de pólvora que está esperando por estallar. Lo hará a partir de que Arthur Fleck se deshaga de sus primeras víctimas –tres yuppies que se mueven en el sector financiero–, lo que genera que el psicópata asesino se convierta en el héroe de muchos que se sienten ofendidos por lo que los integrantes de las clases acomodadas hacen, por la burbuja en la que la se mueven mientras van pisoteando a quienes laboran a su servicio o por debajo de ellos.
Pero ese conflicto también se trata de una manera ligera, otra vez poniendo al personaje por sobre la historia o, en su defecto, haciendo un planteamiento crítico -ciertamente algo superficial- a la revolución, mostrándola como un movimiento de masas que solo puede estar encabezado y detonado por un psicópata como Arthur Fleck. Por ende, lo que pintaba para ser una película subversiva, termina por ser una defensa del sistema capitalista en la que los que se oponen a él son una pandilla de palurdos anónimos que responden solo ante la sinrazón, el odio y la degradación representadas por el Joker.
Es cierto que todo lo anterior está planteado en un muy interesante contexto estético. La sombría fotografía de Lawrence Sher genera una iluminación depresiva, grisácea y crea la atmósfera que un personaje como Arthur Fleck necesita para su desarrollo. A ello también contribuye la dirección de arte de Laura Ballinger que recrea perfectamente esa imaginería visual de filmes como Taxi Driver, One Flew Over The Cuckoo’s Nest o Dog Day Afternoon, con la construcción de escenarios propios de finales de los setenta y principios de los ochenta, escenarios claustrofóbicos, paupérrimos y depresivos en los que Fleck se siente atrapado. A eso hay que añadir un extraordinario uso de la música como elemento de soporte narrativo. Canciones que van desde la “Smile” de Chaplin hasta “Send in The Clowns” interpretada por Frank Sinatra, que están puestas con la precisión del bisturí que se dispone a cortar auditivamente fragmentos del filme para generar un sentido o un contrasentido a las escenas en las que son utilizadas.
Lamentablemente es poco lo que podemos ver del Joker como personaje. Si bien es cierto que su irrupción es contundente, es complicado que pueda sostenerse sin el Batman que funcione como su antítesis. Asumo que esos pocos minutos en pantalla –prácticamente poco más de la mitad del tercer acto de la película–, se deben precisamente a que el personaje es realmente funcional cuando debe ser detenido por el murciélago justiciero. Tal vez por eso no dejo de preguntarme si es que en algún momento veremos a este Joker de Phoenix en alguna película de Batman, y si lo hace va a ser interesante cómo será presentado y si todo el cambio de Fleck al violento payaso podrá sostenerse en una película en la que éste deje ser lo primordial y lo veamos enfrentado a quien se supone lucha por otro tipo de venganza, una que encuentra en el Joker a su mejor representante.
Joker no es un filme de superhéroes y cualquier mención a una revolución de ese tipo de películas a partir de ésta me parece equivocada. En todo caso, estamos ante un filme sustentado en un personaje de historieta al que se la ha querido dar una nueva dimensión, convertirlo en un mito por sí mismo, sin la necesidad de que exista un enfrentamiento con su tradicional enemigo. Lo logra, pero vamos a ver si es posible que tal mito se sostenga en el futuro. No considero que se trate de una obra maestra como muchos dicen, me parece que es una película que cuenta con una magistral actuación la cual consigue que muchos defectos de la misma no se hagan evidentes.
En conclusión, es un filme que tiene un actor de los tamaños de Joaquín Phoenix cuyo maquillaje también funciona para cubrir esas imperfecciones. Una cinta que cuenta con los elementos para contar la historia de un sistema que está al borde del colapso, que está –otra vez– por arrojar a quienes viven en él a los infiernos de la recesión, pero que prefiere decantarse por el intento de generar empatía por alguien que se percibe como desvalido y al cual justifica a partir de la percepción de sus comportamientos violentos que, de otra forma, son completamente insoslayables.