El director regio Jesús Medina retorna a la OSY

"La Orquesta Sinfónica de Yucatán en coalición con el director huésped, el regiomontano Jesús Medina, nos procuró, a manera de inauguración de la decimoctava edición de la Noche Blanca, una regia gala con dos incólumes obras del repertorio orquestal, de Mozart y Dvorak". Diego Elizarraraz

Un sexto programa de temporada, ocurrido el viernes 29 de noviembre de 2024, donde la Orquesta Sinfónica de Yucatán en coalición con el director huésped, el regiomontano Jesús Medina, nos procuró, a manera de inauguración de la decimoctava edición de la Noche Blanca, una regia gala con dos incólumes obras del repertorio orquestal.

Antes de comenzar, encuentro prudente reconocer el trabajo de difusión que últimamente ha tenido la orquesta en sus canales digitales, particularmente en redes sociales. Desde hace unos meses es visible el enfoque técnico-histórico que han dado a las invitaciones de los conciertos, uno muy próximo a las charlas previas que recientemente ha concedido el director artístico. Específicamente en la invitación de este último concierto pudimos escuchar al director huésped destacar brevemente aspectos interesantes de ambas obras. Por un lado, la Sinfonía No. 36 de W.A. Mozart, escrita del 31 de octubre de 1783 al 3 de noviembre del mismo año, sí en cuatro días; por otra parte, la Sinfonía No. 8 de Antonin Dvořák, también llamada la sinfonía de los violonchelos, por la preponderancia que les da el checoslovaco en este su opus 88.

Para alguien con el cacumen de Mozart, quien escribía música desde los cinco años, componer, tan aceleradamente, casi treinta minutos de música, no debía presentar mayor reto que el del híper foco. Esta obra, ordenada en el No. 425 del catálogo Köchel, y la única sinfonía desde la No. 15 de la que no se conserva el manuscrito, tiene otra peculiaridad que no debió escapar a cualquier oyente ducho en el repertorio orquestal: la instrumentación carece de flautas. La razón de ser fue sencillamente que la orquesta del conde de Linz –Thun el Viejo, quien hospeda, y comisiona la obra, al joven de veintisiete años–, no tenía flautas. Incluso con esta limitante, Mozart logra niveles de expresión e inventivas novedosas, aspectos que el oriundo de Monterrey no olvidó resaltar.

Al terminar una lenta introducción en el primer movimiento, como lo hiciese Haydn, la orquesta nos revela un cordial tema puntilloso con fraseos contundentes, añadiendo una recapitulación extra a la forma, algo levemente inusual en la música de este genio hasta entonces. En el segundo movimiento, con la batuta guardada, el director encaminó a la orquesta en un ritmo de siciliana desarrollado mayormente en la cuerda mientras los alientos y el timbal le soportaban con peculiar lirismo.

La enérgica batuta vuelve para el Menuetto, distinguiendo un ritmo de danza austriaco conocido como Ländler que el compositor desarrolla a lo largo del movimiento. Llegando al Presto, y en comparación con los movimientos previos, el tempo aquí se percibe más rápido mientras la textura orquestal se ensancha y viceversa, se percibe más lento mientras la textura adelgaza, un agitado final con partes en sumo virtuosas para los violinistas de finales del siglo dieciocho y que los de esta orquesta controlaron sin inconveniente alguno.

Con un salto de casi un siglo, en la segunda parte de esta linda velada, el neolonés, ya en plena aleación con la orquesta, continuó con una obra estrenada y dirigida por su compositor en Praga hace poco más de 130 años. El Allegro con brio del primer movimiento, vastamente colorido, se desborda en motivos subrayando aquel en los violonchelos que es particularmente llamativo y que ha de retornar un par de veces. Las variaciones y las transformaciones del tema en el segundo movimiento, un Adagio un tanto solemne, fueron labradas sin batuta –por segunda vez en la noche y ambas ocasiones en movimientos lentos–, y con un primor verdaderamente atractivo trasladando a la orquesta a una coda que concluye en Do mayor después de haber navegado por diversas tonalidades menores.

Para el tercer movimiento, provisto de aires y disposiciones brahmsianas[1], un trio intercalado entre valses, donde el compositor juega con el desfase de la melodía y el acompañamiento para exponer un notable entretejido rítmico. Tal vez por esto y por la majestuosa gestión de las largas frases, no hay duda de por qué Brahms le consideraba su único contemporáneo ‘digno’ – aludiendo a las habilidades musicales, particularmente las compositivas –.

Para concluir, un tema con variaciones que abre con una fanfarria en las trompetas y el retorno del motivo introductorio en los violoncelos. Siete variaciones a través de las cuales la curtida orquesta, asida a la batuta de un experimentado director que sabe adaptarse a las órdenes de un gran compositor, finaliza cabalmente una alegre pero exigente sinfonía. Con una ovación en pie íntegramente lograda, la audiencia reconoció ambas prudentes e intensas interpretaciones. ¡Bravo! ¡Gracias, OSY! ¡Gracias, Jesús!

[1] Johannes Brahms, compositor y pianista alemán cotáneo de Dvořák.

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