*Cuento ganador de la “Mención Honorífica” en el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo 2018
Llevaba tres días sin probar alimento. Comenzaba a acostumbrarse a esa sensación perenne de hambre, pero lo insoportable era la falta de agua. Sí, prácticamente dos días sin probar una gota. La sed y un inevitable nerviosismo comenzaban a apoderarse de él, sobre todo después de que temprano por la mañana, dejó de estar con cinco de sus congéneres con los que había hecho el largo viaje, y aunque no los veía, aún podía escucharlos. Una puerta de la habitación en penumbras se abrió. El sujeto que se llevara a sus compañeros se acercó. Tenía una especie de lima en la mano; otro individuo entró y lo sujetó bruscamente del cuello. No sentía nada, un monótono ruido acompañaba por momentos la angustiosa sensación de sujeción por el cogote. Después de unos minutos, así como llegaron se retiraron.
La sed… la maldita sed. Se movía inquieto de una lado hacia el otro, el calor era sofocante. Poco a poco se percató de un creciente ruido. Gente, pero muchísima gente. Sí… algarabía, gritos. De nuevo la puerta se abrió. Esta vez de manera poco amable recibió dos empellones. Era la señal para echarse a andar. Tres golpes más, pero sobre todo el último, le hizo acelerar el paso directo a una puerta mayor que se abrió en un santiamén. Se sintió ofuscado por la luz. El sol caía a plomo. Entreabrió varias veces los ojos tratando de ubicarse. Una muchedumbre, gritos ensordecedores, un calor sofocante…y la sed, ¡la maldita sed! Si pudiera tomar un sorbo de agua… ¿qué demonios era ese ruido?… ¿música?
De pronto sin más, apareció un individuo, retador y bravucón. Lo espetaba, a gritos lo desafiaba. Estuvo un buen momento con su diatriba ofensiva. A pesar de lo incómodo que se sentía no iba a permitir más insultos… Trataba de distinguir qué tenía enfrente, pero era evidente que el hambre, el calor y la sed… ¡la maldita sed!, le impedían clarificar de qué se trataba. La provocación seguía… furioso se proyectó hacia aquel bulto socarrón. Era suficiente, tenía que recibir su merecido. Ese infeliz lo había cansado, se lanzó con todo pero aquel lo esquivó con habilidad. Un alarido acompañó el elusivo acto. De nuevo repitió el lance, para su sorpresa ocurrió lo mismo… una docena de veces más. No entendía por qué no podía conectar un solo impacto y aunque hasta entonces no recibía a cambio golpe alguno, se enfurecía cada vez más. La adrenalina fluía en cantidades industriales por sus venas, su corazón latía presuroso como nunca. Los gritos y la musiquita, pero sobre todo la sed…. ¡la maldita sed! lo atormentaban.
Tenía que actuar firmemente, pero por momentos hasta correr se le dificultaba. El terreno era un poco suelto… y el calor, y sobre todo la sed… ¡la maldita sed! Aquel odioso bufón seguía en lo mismo, le gritaba, le espetaba, le retaba. Repitió el ataque, en esta ocasión estuvo cerca de lograr su cometido sintiendo al mismo tiempo un espantoso dolor que lo hizo arquearse hacia atrás y lanzar un rugido de desesperación. No podía verlo, pero sintió un par de objetos puntiagudos clavársele. Se dio la vuelta, el tipo huía y desapareció. Los gritos ensordecedores. Se quedó quieto. Sangre. Sí, había sangre… no podía ver de dónde le brotaba, pero sentía dos hilos calientes escurrir por su cuerpo. Dos veces más la escena se repitió, a su intento fallido por golpear le acompañó la misma sensación de dolor. La última le hizo sacudirse en forma violenta. Ahora había charcos de sangre. Con el rabillo del ojo se daba cuenta que era suya. Más música y más gritos. ¿De qué se trataba esto? ¡Ya no era un simple juego! La adrenalina seguía transformándolo, algo imbuía en su interior. Pero, ¿por qué no podía ser como antes?, ¿por qué fallaba tanto al querer dar un golpe?, ¿por qué empezaba a sentirse tan débil? ¡Aquel ser se burlaba con tanta facilidad! Desgraciado infeliz, si pudiera beber agua… la sed… ¡la maldita sed!
Ahí estaba el bravucón, blandiendo siniestramente un objeto para hacerle daño. Esta vez esperó, dejó que poco a poco sus músculos dejaran de estar tensos, respiró profundamente. Una carga extra de adrenalina lo lanzó en veloz carrera. Esta vez logró impactarlo. El tipo en verdad salió por los aires cayendo pesadamente de rodillas, quiso incorporarse. No lo pensó más se fue con todo y ahora sí la sensación gloriosa de golpear al enemigo, dos, tres veces más. El sujeto gritaba cobardemente y se arrastraba como una sabandija. Aprovechó y lo pisoteó, cuando iba a rematarlo cuatro individuos más, en un acto de gamberros se disputaron el honor de recibir el siguiente impacto. Trató de derribarlos uno por uno, pero sus acciones fueron infructuosas.
Se quedó entonces quieto… la vista se le nublaba. Trataba de situarse. Tenía que retomar fuerzas, ¿dónde estaba el tipejo? Y otra vez los gritos, la música. De pronto lo vio a lo lejos, tomaba agua de una botella y recordó de nuevo la sed… ¡la maldita sed! Apenas pudo reaccionar cuando un golpe seco en un costado le hizo perder aire. Lo atacaban. Desde atrás vino el cobarde encontronazo. Ahora tenía otro enemigo. Este era más veloz. Corría en círculos a su alrededor, no se acercaba. Alevosamente armado esperaba el ataque. Vanos fueron sus intentos, cada vez que lograba aproximarse, el objeto largo metálico y puntiagudo lo alejaba, pero en más de una ocasión se le clavó en un costado. El último fue tan brutal que percibió el instante en que se le astillaron dos costillas. Se detuvo en seco. Ahora el dolor en los flancos le impedía jalar aire profundamente. Aquel ente desapareció. Se quedó quieto.
Para variar, el infeliz bufón de nuevo con sus gritos e insultos. A pesar de que el aire le faltaba, lo atacó en forma furiosa en más de una ocasión. De nuevo fallaba una y otra vez… una y otra vez. En el último intento trastabilló, el suelo detuvo en seco la caída. Sintió como sus fosas nasales se llenaron de tierra y arena. Se levantó preso del coraje y la vergüenza. Ahora respiraba con mayor dificultad, tragaba aire, ya ni siquiera saliva. Tenía hasta la lengua impregnada de arena. La sed… ¡la maldita sed! Sintió un mareo repentino. Cada vez que intentaba respirar los costados se lo impedían. El lado derecho era el más doloroso. Un fragmento de costilla le había perforado el pulmón, el cual como un globo se desinflaba lentamente.
Se quedó quieto un instante. El enemigo lo estaba también. El duelo era más que desigual. Tomó todo el aire que pudo; justo al momento en que su enemigo blandiendo un arma, inició una veloz carrera hacia él, con lo poco que le quedaba de energía repitió el ataque, no pudo conectarlo, pero en cambio sintió algo que le atravesó desde atrás y le causó el más espantoso de los dolores. Dio unos pasos y cayó pesadamente. Su corazón que antes sentía desbocado ahora latía en forma irregular, quiso jalar aire: era imposible. Miraba hacia arriba. El cielo era de un azul intenso, le recordó por un instante el lugar donde viviera los últimos seis años. Fue la última imagen que tuvo en sus retinas. Su destrozado corazón se detuvo.
Después del artero crimen, sus enemigos arrastraron su cuerpo, y por si fuera poco lo mutilaron parcialmente, mientras la multitud aplaudía frenéticamente. Lo anterior merecía una crónica al día siguiente en los periódicos… desde luego en la sección de Notas Policíacas, pero no… estaba en otro lado. Una escueta y concisa nota publicada en la sección de Deportes narraba: En el primero de la tarde, Sebastián del Moral “Morelito” tuvo dificultades con Picacho. El noble buril incluso lo tumbó y aunque el animal era bravo y peleó, no dio para más. El torero lo mató de una certera estocada que le valió el primer par de orejas y rabo…