Mercado y arte. Dos conceptos antitéticos y aparentemente lejanos se encuentran (más o menos) en la dimensión contemporánea y colectiva. Sin embargo, la controvertida y perpetua cuestión sobre la relación entre ambos conceptos parece destinada a permanecer casi irresuelta. Ferias internacionales, exposiciones dedicadas a la compra-venta de obras de arte así como subastas, muestran que la “accesibilidad” en términos económicos es un criterio relevante para orientar la toma de decisiones del consumidor de arte actual. A su vez, la historia del arte cuenta con producciones financiadas por grandes comitentes que en el curso del tiempo han impulsado un flujo constante de materias primas, artistas y artesanos entre celebración religiosa y auto celebración profana.
¿Y hoy? ¿Poseer una obra de arte representa una prueba de statu quo personal? ¿Es el arte un bien de mercado exactamente como todos los demás productos destinados a la venta? ¿Hasta qué punto producción artística y economía están relacionadas? Es la disciplina llamada “economía del arte” la que intenta ofrecer una respuesta a estas y otras cuestiones analizando el comportamiento de productores y consumidores incluso fomentando reflexiones acerca del asunto.
Tradicionalmente se entiende por mercado (del latín Mercatus) a un espacio de compra y venta de productos o servicios donde se encuentran la demanda y la oferta determinando un precio. Por el hecho de que el arte puede ser evaluado no solo estilísticamente sino económicamente, se podría pensar que los mecanismos del mercado del arte son completamente afines a los mecanismos de cualquier otro producto o servicio. Afines pero no iguales.
La categoría de bien o producto es diferente, así como es diferente su comportamiento. En un mercado tradicional el precio está generalmente definido por la relación entre demanda y oferta, así que existe una auto regulación donde hasta cierto punto se llega a un equilibrio. Claramente, en el caso del arte, el precio representa un indicador de valor económico y no de su valor global que resulta también determinado por la presencia de un valor cultural que difícilmente se puede indicar a través de una cantidad numérica.
Y no sólo eso. En la dimensión del arte es muy difícil lograr un equilibrio por una serie de -los llamados- fallos del mercado. No es una casualidad que el economista Throsby defina el bien artístico como un “bien mixto”, mismo que presenta peculiaridades tanto de bien privado como de bien público, con una serie de repercusiones en las dinámicas de un mercado formado por bienes físicos, pero también por ideas intangibles así como por procesos de creación.
Es decir, que la obra de arte es un bien privado en la medida que el consumidor o comprador de una determinada obra ejercita derechos de propiedad física sobre el producto cuya propiedad intelectual claramente siempre pertenece al artista. En el caso de una obra conservada y exhibida en un museo, el valor de la obra resulta enfatizado por el contexto y por su identidad histórica, así que el “bien mixto” se carga de otra acepción. La obra se convierte en un bien de mérito donde la colectividad reconoce el bien en cuanto bien artístico y también se reconoce a sí misma como comunidad cultural.
El bien artístico siempre está caracterizado por un valor cultural y económico. Los lenguajes del arte, los productos, las manifestaciones y traducciones cambian a lo largo del tiempo. Siempre es complicado definir lo que es arte asignando un “precio” a producciones que hoy en día por lo general son “intangibles” y, tal vez, también incomprensibles en la medida de que se trate de obras que vinculan un significado difícilmente reconocible en categorías estilísticas tradicionales.
Claramente el punto de partida tendría que ser siempre la creatividad del artista. Esta creatividad transmigra en una producción expandiendo sus posibilidades de fruición al exterior, entrando en contacto con un público que consume arte, ejercitando consecuencias en términos económicos. Estas consecuencias o externalidades se reflejan también en el entorno moviendo otros sectores económicos relacionados al turismo y a otros servicios. Sin contar que el arte, en cuanto expresión cultural, representa hoy un factor de desarrollo absolutamente al centro de las demás políticas culturales internacionales.
Se podría afirmar que el arte contiene un potencial económico y que para evaluar una obra existen métodos que varían en relación a elementos como medidas de la obra, técnica, año de producción, experiencia y notoriedad del artista. El valor económico en cuanto valor reconocido en el bien artístico no representa un riesgo. Sin embargo, cuando el mercado define la producción artística, esta se convierte en una operación de marketing porque el punto de partida es el mercado y no la creatividad del artista. La definición de “arte” nunca tendría que ser ligada a un mecanismo contrario a su naturaleza. El arte surge de la creatividad.
En la dimensión contemporánea donde todo puede ser arte, se corre el riesgo de que nada sea verdaderamente arte también en términos de proyección temporal y de entrega de la tradición al futuro.
Evidentemente, el arte recoge y refleja los procesos en la sociedad contemporánea, los comportamientos de los consumidores y las tendencias culturales generales. También la velocidad de la vida moderna, los conceptos de deteriorabilidad como de sustituibilidad de los productos, así como las experiencias que son parte de la vida colectiva se encuentran en las manifestaciones artísticas.
Pero en frente a la cuestión de qué es el arte, la respuesta va a ser demasiado compleja de circunscribir en una sola categoría. Más bien existen “artes” como existen “historias del arte”, perspectivas sobre los procesos de creación, así como diferentes “causalidades” y “finalidades” del mismo. Es a partir de esta pluralidad o coexistencia de sentidos desde donde cualquier reflexión o pensamiento constructivo sobre el valor -o más bien los valores- del arte tendría que germinar.