Fotos: cortesía de la OSY
En la noche del domingo 11 de diciembre de 2016, la Orquesta Sinfónica de Yucatán cerró con una preciosa gala sus presentaciones de la temporada veintiséis. Ya habían sido tres funciones –desde el pluvioso viernes 9– en las que el maestro Juan Carlos Lomónaco había esgrimido la batuta para interpretar la suite “El Cascanueces” de Tchaikovsky, así como la Sinfonía No.35 y la Misa de Coronación, ambas de W. A. Mozart. Con toda certidumbre, el anuncio de este repertorio dio paso a una respuesta amplia del público, para tener un sitio en el Peón Contreras.
La sola mención de “El Cascanueces” fue magnética para cientos de personas, que esperaban la oportunidad de disfrutar en vivo lo que comúnmente se suele escuchar en grabaciones o en películas. También, por supuesto, estaba la presencia de dos obras estupendas de Mozart, aunque tratándose de él, sería más preciso decir, que cualquiera de sus creaciones no puede ser menos que eso, estupenda. Sin embargo, hablar de Mozart se parece mucho a hablar de magia. Mejor será avanzar por episodios.
El primero, corrió a cargo del romántico nacionalista Piotr Ilich Tchaikovsky, sumamente célebre por sus partituras para ballet, como el “Lago de los Cisnes”. Para estos conciertos, la obra elegida fue su ya mencionado Opus 71 “El Cascanueces”. Imposible relatar lo que esta obra puede significar en términos de gracia, con ese diálogo armonioso entre todas las secciones, en las que además el arpa y la celesta tuvieron un sitio protagónico. Hablando de sus melodías, ligeras -prístinas por momentos-, la orquesta según su natural costumbre nos llevó a visualizar el cuento de hadas en que se basa la obra, con un brillo intenso en cada uno de sus movimientos. Desde el instante de la “Obertura” hasta el preciado “Vals de las Flores”, con aquellos chelos suntuosos abriéndose paso en el canto de los demás instrumentos, la interpretación fue una gala tanto por su contenido como por el virtuosismo ejercido. Derivó en una extensa ovación, demostrando la apetencia del público por lo seguía en el repertorio…
Pasados los breves minutos para ajustarse a la nueva dotación de instrumentos, la orquesta restituyó la afinación de cuerdas y alientos. De inmediato, el maestro Lomónaco se hallaba con los brazos extendidos, disponiéndose a empezar el segundo episodio. Mozart, por fin, llegó. Fue su Sinfonía 35, compuesta en su temprana adultez, a honras de Haffner (amigo de los lejanos días de Salzburgo), con la que desplegó ímpetu y gracia distintos a lo anterior. Estaba sonando la creación de un joven genio, inmaculadamente virtuoso a la hora de escribir sus ideas.
Quizá por algo hipnotizante en su sonido, no hubo un momento de respiro para segmentar sus cuatro movimientos, fue como un solo compás que se alargaba. Al Allegro con spirito, llegó el Andante, que evolucionaba melodías surgidas como de una fuente de ternura. Curiosamente, habría quien le identifique un aura beethoveniana, pero acaba siendo al revés: Wolfgang Amadeus era catorce años mayor que Ludwig y estaba en la vanguardia al haber empezado a componer desde los cuatro años; el Minueto, tercero en la secuencia, transcurrió como fresco vendaval para dar paso a las sutiles ornamentaciones de un Finale presto, que marcó el latido de cada asistente, como seguramente ha ocurrido con cada persona desde su estreno en aquel año 1782. Fue la exhibición de una obra que mereció el doble de cada aplauso recibido.
La “Misa de Coronación” KV317 fue el epílogo, que requirió un nuevo ajuste en el escenario, esta vez para añadir a los integrantes del Taller de Ópera de Yucatán, bajo la formación de la maestra María Eugenia Guerrero. Se dispusieron las sopranos, altos, tenores y bajos detrás de la orquesta, a la espera de la nueva aparición del director. Tras el aplauso de bienvenida, se sumó una curiosa expectación. Era la obra cúspide de la noche, anhelada como ver a un príncipe desfilando por la calle principal de su pueblo.
Con el inicio del primer canto, la realidad superó toda expectativa. Voces e instrumentos, en soberana organización, volcaron una música densa, profunda y matizada, reproduciendo el tributo de fe que el compositor deseaba llevar a la catedral de aquel lejano Leopoldo II, coronado el mismo año 1791, en que el genio salzburgués se deslindó de la vida terrenal.
Con la liturgia así expresada en cada canto – Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus, Benedictus y Agnus Dei – la rueda de emociones, de alabanza y súplica al Dios supremo, Mozart, quizá sin proponérselo, inauguró su madurez musical, en efecto, demostrando que es posible crear un cielo en la tierra. ¡Bravo!