“Gauguin: viaje a Tahití” o la melancolía de la belleza

El filme es parte del Tour de Cine Francés 2018.
“Para renovarse hay que volver al origen”, nos dice Paul Gauguin, o Koké, como lo conocen los nativos de las islas polinesias a donde viaja en busca de la chispa seminal que insufle de vida a su arte, pues en París se siente estancado, sin ningún rostro o paisaje que valga la pena pintar. Así emprende la aventura que, a la postre, constituirá su fortuna y trascendencia hacia la eternidad como padre del Primitivismo que tanto influiría a Picasso y a los cubistas que le siguieron, entre otros creadores de la vanguardia artística de principios del Siglo XX.
En la película, Gauguin deja a amigos y familia para embarcarse a lo desconocido de las selvas y mares del sur, pues en aquel tiempo el colonialismo francés en aquella zona así lo permitía. Ahí, encontrará paisajes inspiradores y también otra mujer, elementos que pinta en medio de la zozobra emocional y física, pues su salud es frágil (y de manera crónica lo aquejará el resto de su vida). Pero nada de lo anterior es el punto central del filme de Edouard Deluc, cuyo argumento es casi inexistente, ya que fracasa en ponernos en contexto acerca de Gauguin, con una biografía tan rica y con amistades de la talla de Pisarro y Degas, quienes lo impulsaron y recaudaron dinero para hacer aquel primer viaje.
El director asume que el espectador lo sabe todo acerca de él y no pierde tiempo en “fruslerías”, pues lo que importa es ahondar en un relato visual que aprovecha el exotismo de los paisajes, dándole primacía a la imagen por sobre el esfuerzo narrativo de tener que contarnos una historia. Tal vez por ello, Vincent Cassel que funge como protagonista es desperdiciado, ya que teniendo un amplio abanico actoral, se limita a rumiar por la selva derrochando toda la melancolía de ser un pintor sin éxito y en la ruina.
Todo cambia cuando toma a la nativa Tehura por mujer, pero no demasiado. La tristeza y la inseguridad es inherente a su espíritu de artista (aunque en la vida real Gauguin no era tan pobre como decía, en sus últimos años tomó a varias nativas por esposas y sus descendientes aún viven en las islas). En realidad, no ocurre gran cosa a lo largo de la trama; sin embargo, no llega a aburrirnos dada la belleza de la fotografía, los encuadres y las imágenes presentadas.

En ello sí se luce el director, pintando con su cámara cuadros con una paleta de colores y texturas similares a las pinturas de “Koké”. Es así como miramos cada árbol, cada sección de follaje, cada hoja, cada flor y cada reflejo sobre el agua como una pincelada que forma parte integral de las composiciones coloridas del gran pintor post-impresionista. Pero nada nos salva de esa sensación de desasosiego en la que como espectadores intuimos que algo no se nos está diciendo, que algo falta en la obra final.
Y lo que ocurre es eso, precisamente. Ante su aparente fracaso, Gauguin regresa a París (pero este es apenas su primer viaje, pues más tarde regresará y se establecerá con moderado éxito),  y así abruptamente termina la película con una nota sobre lo que ocurre con Gauguin años después, dejándonos tan abatidos y tristes como la personificación de Cassel. Dicho lo anterior, vale la pena ir a verla aunque sea como una introducción a la vida del artista, y sobre todo, porque está llena de belleza, que es lo mínimo que podemos exigir ante una exangüe historia.
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