Háganse a ustedes mismos un enorme favor. Dejen de hacer lo que están haciendo en este mismo instante. Cualquier cosa que los tenga ocupados, por importante que sea – trabajar, fornicar, escalar una montaña o construir una máquina del tiempo para impedir la muerte de Juan Gabriel – deténganla de una vez y conéctense lo más pronto posible a You Tube. Una vez ahí, introduzcan en el buscador los conceptos “gene wilder” y “putting on the ritz”. No es broma. Lo digo en serio. Ni pregunten por qué; simplemente háganlo.
https://www.youtube.com/watch?v=w1FLZPFI3jc
¿Ya? Bien. A quienes no les quede claro qué acaban de ver, permítanme brindar un poco de contexto. Se trata de uno de los más entrañables momentos en El Joven Frankenstein (Young Frankenstein, 1974), el legendario tributo humorístico a la novela gótica de Mary Shelley realizado por Mel Brooks y protagonizado por Gene Wilder, fallecido el pasado lunes. En la escena a la que acabo de conducirlos, el Dr. Frederick Frankenstein (Wilder), nieto del científico original, realiza una demostración pública de sus esfuerzos por educar al monstruo (Peter Boyle) e integrarlo a la sociedad humana. Tal demostración no resulta ser más que una puesta en escena de Putting On The Ritz, canción escrita por Irving Berlin en 1929.
Ahora permítanme explicar la razón por la cual quería que la vieran. Esta fue la tercera de tres mancuernas colaborativas de Wilder con Brooks. En este caso particular, Wilder también fue responsable del argumento e idea original; compartiendo incluso con Brooks la autoría del guión. Como recipiente del papel protagónico, gozaba con el derecho a que su nombre fuese el primero en aparecer mencionado en la lista de reparto. Dentro de la escena en cuestión, consume prácticamente toda la energía física. Él es el que canta. El que baila. El que sonríe mientras se desvive haciendo caras y gestos. Y aún así, no se lleva las risas más fuertes. Dicho honor cae más bien en Boyle, gozando de la oportunidad para convertirse en un punchline humano al destrozar el silencio en el cual se mantiene alternadamente relegado gracias a la enunciación onomatopéyica e ininteligible del coro central de la canción. En pocas e icónicas palabras: “PUDDDIN ONNA REEEETZZ!”.
Wilder lo tiene todo para poder robarse descaradamente la totalidad del momento, como si se tratase de un banco. Sin embargo, sabe bien que la comedia es como un tango: necesita de dos. No es acerca de quedarte tú solo con la pelota, sino de compartirla en momentos cruciales y estratégicos para llegar mejor a la portería del equipo contrario. Al mismo tiempo, ésta muestra de generosidad actoral no necesariamente tiene que interpretarse como una maniobra desinteresada. También sabe muy bien que sus acciones producirán mayores frutos si juega un poco con la anticipación del espectador, negándole el privilegio de entrever de una manera demasiado obvia en donde o en quién ha de caer la risa. Boyle es su señuelo. Su carnada. Lo utiliza tanto en beneficio suyo como de sí mismo.
Algo que no se conoce mucho y que resulta bastante difícil de imaginar hoy en día, es el hecho de que quizás Mel Brooks jamás habría filmado El Joven Frankenstein si Wilder no hubiese acudido a él con la propuesta. Más sorprendente aún es aquella poco conocida anécdota de rodaje, según la cual, Brooks estuvo a punto de eliminar el número entero de Putting On The Ritz por considerarlo pretencioso. Si es posible escribir la columna de hoy es gracias a los argumentos de Wilder para convencerlo de lo contrario. Al percatarse de que todo el equipo de producción se había colocado esparadrapos en la boca para no reír durante la escena, Brooks llegó a la conclusión de que quizás ese hombrecillo de cabello alborotado nacido en Wisconsin no estaba tan equivocado como él creía. Una vez más, a manera de un benigno Rasputín, Wilder ejerció una contundente pero positiva persuasión en un colaborador; misma a la que ambos acabarían debiendo una nominación al Oscar.
Su influencia sobre las películas en que participaba más allá de su función como intérprete cuenta con otros ejemplos. ¿Qué habría sido de Willy Wonka y la Fábrica de Chocolate (1971) si no hubiese interpretado al homónimo dulcero del título con la única condición de aparecer hasta el último tercio del filme, hacerlo con un bastón y una cojera para verse más viejo de lo que se esperaba, e inmediatamente aniquilar tal primera impresión con una voltereta triunfal? ¿Quién necesita el bagaje pseudo-freudiano de aquel mamarracho concebido por Johnny Depp cuando existe una jugosa ambigüedad para paladear en esta versión anterior del mismo personaje?
Gracias a la cual, en palabras de Wilder mismo: “A partir de ese momento nadie podrá estar seguro de si estoy diciendo la verdad o no”. Mucho más que un gran o excelente actor, recuerdo a Gene Wilder en calidad de uno tan astuto como caritativo. Sacando siempre lo mejor de quienes lo rodeaban de manera que le permitiese ser no únicamente una parte de la historia, sino también parte de quien la escribe. Maquiavélico e incluyente por igual. El titiritero con el corazón de oro.