“Comienzo declarando al lector que, en todo cuanto he hecho en el curso de mi vida, bueno o malo, estoy seguro de haber merecido elogios y censuras, y que, por tanto, debo creerme libre”. Giacomo Casanova
Hace algunos años, una amiga me preguntó a qué personaje de la historia admiraba. Le respondí que a Casanova. “¡Tonto!”, me dijo, me refiero a un personaje de la vida real… Señalo esto para ejemplificar un error común: para muchas personas es normal -y hasta lógico- pensar que Giacomo Casanova fue un personaje de ficción y no una figura histórica que vivió a salto de mata durante el XVIII, el Siglo de las Luces europeo.
Diplomático, espía, duelista, alquímico, filósofo, escritor, violinista, políglota, inventor, bibliotecario, tahúr, escapista de prisiones, creador de la lotería en Francia y gran seductor de mujeres, su vida y sus aventuras fueron tan increíbles que, literalmente, nadie en su sano juicio las creería; por eso tendemos a vislumbrar a Casanova como un ser emanado de una imaginación fecunda, pues junto a él, hasta James Bond parece un simple boy scout.
Pero Casanova, el hombre que se volvió adjetivo popular, sí existió. Y no sólo eso, dejó casi 40 obras escritas sobre variados temas, ya que su erudición y locuacidad no tenían límites, y eran casi tan amplios como su apetito por las damas. Sin embargo, la obra que le granjearía la inmortalidad, sería “Historia de mi vida”, su épica y monumental autobiografía, que es justamente el tópico que otro sabio, el escritor austrohúngaro Stefan Zweig, aborda en el libro “Casanova” (que en realidad es un extenso ensayo que forma parte del libro “Tres poetas de sus vidas: Casanova, Stendhal y Tolstói”, 1932).
Zweig, antes de abordar la biografía novelada de Casanova, explica en un ensayo su interés por abordar a autores cuyas vidas más tarde se convertirían en memorias, puesto que él considera que fueron genios de la auto-representación, y que sólo mediante la autobiografía uno puede entender el talante moral y literario de un personaje. A este respecto, contantemente se refiere a Goethe, Stendhal y Rosseau como precursores de este género de la literatura.
Luego, ya entrando en materia, en un principio parece que se propone vilipendiar a Casanova, endilgándole adjetivos poco halagüeños, hasta que poco a poco el viejo Stefan, tan intelectual, tan exquisito, se revela como un envidioso del Chevalier de Seingalt. A continuación, explica sus razones: Casanova, a diferencia de los autores antes mencionados, fue descaradamente honesto al contar las tribulaciones de su vida. Lo que en otros es reflexión y perspectiva, profundidad psicológica y floritura literaria, en el veneciano se presenta con total desparpajo.
“¡Tedio cruel! Solo por olvido no te han hecho los autores de las penas del infierno figurar entre ellas”.
El anciano Casanova, decadente y olvidado en el castillo del Dux -en donde fungía como bibliotecario-, se despoja de todo ego al rememorar sus aventuras erótico-amorosas. Se desprende de toda conciencia de sí mismo creyendo que no tiene cabida en la historia. La posteridad habrá de olvidarse de él -al menos eso cree-, carece de toda posición social, herederos y fortuna y, por lo tanto, no se debe a nadie más que a sí mismo. No le interesa quedar bien ni con Dios ni con el Diablo, y con ese abandono sin afán revisionista nos refiere sus peripecias por toda la Europa de la Ilustración.
Sin este fresco de la historia del mundo que se constituye en sus memorias, poco sabríamos de los usos y costumbres de la época, de los entretelones cortesanos, pues Casanova trató con reyes, príncipes, emperatrices y con la nobleza europea de España a Rusia, al tiempo que su personalidad contradictoria no nos exime de enterarnos de lo que ocurría entre las clases populares, en las casas de juego, en los burdeles y hasta en los monasterios, donde ni las monjas estaban a salvo del gran seductor.
Zweig le hace justicia a este gran narrador, un auténtico rapsoda de su tiempo -y de todos los tiempos-. Incluso ocupa todo un capítulo para establecer las diferencias entre Don Juan -personaje ficticio- y el Casanova real, a quienes ha menudo se les ha comparado o encasillado como seres similares. No obstante, en Don Juan encarna toda la moralina y la misoginia de la época; para él, imponerse a las mujeres es una suerte de venganza y justicia divina al evidenciar que son capaces de las más bajas pasiones tras el falso manto de la virtud. Su afán es conquistar por conquistar, aunque para ello se valga de los más abyectos trucos y trampas para mancillar el honor de las damas.
En cambio, en Casanova se prefigura al gran amante, aquel que a través del encanto de las palabras y la seducción de las buenas maneras logra su cometido, sin hacer falsas promesas de amor. En el veneciano, la sinceridad y el placer del placer puro se muestran libres de máscaras. No dejó amante insatisfecha ni rompió corazones en su larga trayectoria amatoria, toda vez que se mostró pródigo en regalos y sumamente discreto con las féminas. Lo suyo era explorar el imperio de los sentidos a través de una virilidad que sólo era concebida en función del disfrute de la mujer; es decir, sus propios deseos quedaban en un segundo plano, sello ineludible de todo caballero que pretenda erigirse como un auténtico amante.
El libro finaliza contando los últimos años de Casanova, esos que no alcanzó -o que no quiso- dejar asentados en sus memorias. Atrás habían quedado sus mejores días y sólo unos pocos recordaban sus hazañas. Reducido a dialogar con el vulgo -la servidumbre del Conde de Waldstein, su benefactor-, el otrora socialité y ciudadano del mundo se lamentaba de no poder conversar en francés, latín o italiano con mentes afines a sus intereses y al conocimiento de la naturaleza de todas las cosas.
Stefan Zweig, concluye el libro haciendo un alegato en contra de la censura promulgada a partir de una rancia moral, esa que parece amenazar a los libres pensadores de esta y de todas las épocas: “…la inmortalidad no sabe nada de moral o de lo inmoral, del bien y del mal; sólo necesita obras y pujanza, reclama del hombre unidad y no pureza, ejemplo y forma. Para ella la moral no es nada; la intensidad, todo”.
Ni siquiera Giacomo Casanova, Chevalier de Seingalt, pudo ganar el duelo contra la edad. Murió arruinado y gotoso a los 73 años en total soledad. La fortuna y la belleza lo habían abandonado, así como las mujeres que amó, pero aún pudo jugar una última carta en contra del tiempo y del destino: su vida en numerosos folios, plasmada como obra de arte, escultura de la existencia y monumento al vitalismo, le garantizó un lugar entre el pabellón de los inmortales. Y es que se me ocurren muchas formas peores de morir como Casanova; por ejemplo, nunca haber vivido como Casanova…
Siempre me ha intrigado la figura de Casanova, es uno de los personajes históricos que más fascinación me causan, junto con Cleopatra y Jack el Destripador. Y aunque no conozco al autor, creo que definitivamente voy a buscar su libro para conocer un poco más acerca del tema. Les agradezco por compartir, su revista es muy interesante.
Muchas gracias por tu comentario y por leernos.