Jorge Alberto Manrique fue un escritor, historiador, investigador y académico especializado en crítica de arte e historia del arte mexicano.
Nota del autor: Este 2021 se cumplen cinco años de la muerte de Jorge Alberto Manrique Castañeda (1936-2016). En la Academia de Artes (institución de la cual fue integrante y de la cual formo parte) se planeó la publicación de un cuadernillo en el que se reunirían textos en homenaje a su trayectoria escritos por colegas de la Academia y que sería editado en 2017. Dado que ese impreso todavía está en proceso, con la anuencia de la citada institución es que publico en Soma, Arte y Cultura el escrito que elaboré para ser incluido en ese cuadernillo, en el entendido de que, en cuanto sea posible imprimir la publicación académica, mi texto será incorporado, citando la fuente de procedencia.
Así recuerdo a Jorge Alberto Manrique1
Recuerdo a Manrique jovial, vehemente; en pleno (absolutamente pleno) goce de su erudición, contundente en sus argumentos, irónico –y, cada vez que lo consideraba necesario, sarcástico–, poseedor de una portentosa agilidad mental y de una extraordinaria memoria; esmerado anfitrión, amante de la buena mesa, buen bebedor, espléndido conversador y muy buen dibujante. Lo recuerdo ataviado con pantalón de atuendo charro para faena o bien con un ajustado pantalón de mezclilla; con chaleco –y saco, generalmente–, con la camisa sin abotonar del todo en el pecho; con su cabellera abundante; con barba y bigote.
Recuerdo al académico, periodista y amigo que abrazó causas democráticas, anti represivas y anti autoritarias. Así recuerdo a Jorge Alberto Manrique porque así era él cuando lo conocí (y porque continuó siendo de esa manera), en 1981, en la ciudad de Aguascalientes durante la Feria Nacional de San Marcos adonde acudió como jurado del primer Encuentro Nacional de Arte Joven y donde yo asistí como integrante del equipo responsable de la organización de ese certamen, adscrito a la Dirección de Promoción Nacional del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL), oficina que encabezaba Víctor Sandoval.
Volví a ver a Jorge Alberto una mañana de aquel mismo año, en el Museo Nacional de Arte (Munal), institución que ya dirigía y que estaba por ser inaugurada. Aquella vez, con gran satisfacción, habló detalladamente sobre su proyecto, tan de avanzada en el contexto museístico mexicano. Al año siguiente el director general del INBAL, Javier Barros, lo destituiría abrupta, prematura e injustamente como director fundador del Munal por haberse negado a acatar la instrucción “superior” que le transmitiera el entonces curador general del INBAL, Adrián Villagómez, de no objetar el traslado de parte del acervo expuesto en ese museo para decorar salones y oficinas de la residencia presidencial conocida como Los Pinos y de otras dependencias gubernamentales, incluyendo embajadas mexicanas2.
Cuando supe de aquella agresión confirmé que a Manrique no lo amedrentaba la prepotencia proveniente de los sectores en el poder: ni la de los servidores públicos en turno ni tampoco la empresarial. Alguna vez me relató que gente de la Fundación Cultural Televisa estableció contacto con él cuando esas personas buscaban quién dirigiera el Centro Cultural de Arte Contemporáneo (CCAC, que fuera abierto en noviembre de 1986 y que estuviera en funcionamiento únicamente hasta 1998). Durante su encuentro con alguien de esa fundación, escuchó las evidencias sobre su sobrada capacidad para ocupar el puesto que se le ofrecía. Declinó su designación y se retiró del lugar del encuentro en cuanto fue informado que, como requisito extraordinario para dirigir el CCAC, se le pedía prescindir de su barba. “Si hubiera empezado por darles mi barba –me decía– después no habría podido negarme a ninguna otra petición suya”.
Jorge Alberto Manrique siempre estuvo atento al desempeño profesional de colegas suyos jóvenes y de manera solidaria se ocupó de incorporarlos al ámbito académico y al laboral. Cuando fue director del Museo de Arte Moderno (MAM), cargo que desempeñó de febrero de 1987 a enero de 1988, me invitó a realizar textos de presentación para exposiciones que albergaría ese museo. Fue así como escribí para los catálogos de la colectiva Imágenes traspuestas y para la individual de Salvador Manzano El espacio curvilíneo.
Su también abrupta, prematura e injusta destitución como director del MAM derivada de la exhibición en esa sede de la segunda Sección de Espacios Alternativos del Salón Nacional de Artes Plásticas (SNAP) y, en rigor, de una instalación en particular, firmada por Rolando de la Rosa, evitó que él concretara su proyecto museal y, adicionalmente, impidió que en aquellas fechas yo elaborara escritos para más catálogos. Sin embargo, esa muy lamentable acción derivó en una serie de hechos que favorecieron un firme acercamiento entre nosotros, que para mí resultó muy enriquecedor, y que me llevarían a conocer con mayor profundidad al Manrique combativo y defensor de la libre expresión en las artes; al Manrique de firmes convicciones republicana y laicista.
Jorge Alberto no había tenido ninguna injerencia en los trabajos de los jurados de aquella sección del SNAP –Hilda Campillo Sáenz, Santiago Espinosa de los Monteros y Luis Rius Caso–, quienes en diciembre de 1987 otorgaron el primer premio a la expresiva y muy acertadamente resuelta instalación que aludía al estado de las artes y las instituciones culturales, de la autoría del colectivo integrado por Mauricio Maillé, Gabriel Orozco y Mauricio Rocha; el segundo a Marco Aurelio Montes por una oportuna instalación en la que abordó la muerte de migrantes mexicanos en su trayecto hacia los EE. UU., y el tercero a Kiyoto Ota por una instalación formalista.
Los jurados de aquella sección les otorgaron menciones honoríficas a Gerri Lejtik y a César Martínez Silva. Y, entre las 30 participaciones que seleccionaron para su exhibición, estaba una de De la Rosa en la que alteraba y combinaba imágenes para el culto católico, fotografías de actrices y actores, algunos objetos, así como la bandera mexicana. Como se sabe, este último trabajo, con grandes deficiencias expresivas, de abordaje temático y técnicas, constituyó el pretexto para que grupos de extrema derecha se hicieran visibles ante la correlación de fuerzas en el contexto de las elecciones federales de 1988.
En cuanto Manrique nos confirmó su despido como director del MAM, un grupo de colegas, amistades y gente allegada a él (entre otras personas, los jurados de aquel certamen) acudimos a su domicilio en la calle Alberto Zamora, en Coyoacán, con la finalidad de redactar una carta dirigida a los servidores públicos del ramo cultural y a la opinión pública, en la que deplorábamos la decisión de correrlo. Me correspondió redactar la versión definitiva de aquel documento, signarlo y ser uno de entre quienes recabamos firmas para suscribirlo, mismo que fue publicado en el diario La Jornada el 28 de febrero de 1988.
Envalentonados por su pírrica victoria en el caso del MAM, aquellos grupos derechistas (apoyados abiertamente por sectores del clero católico y, de manera velada, se dice, por gente de la milicia) continuaron su embate en contra de algunas obras de teatro y ciertas exposiciones artísticas. Con la finalidad de confrontarlos y coadyuvar en la observancia de los artículos sexto y séptimo del texto constitucional entonces vigente, numerosos integrantes del gremio artístico conformamos el Comité de Trabajadores de las Artes Visuales en Defensa de la Libertad de Expresión, organización de la sociedad civil que a la fecha continúa existiendo.
Jorge Alberto Manrique me apoyó en mi carrera como curador y consultor. En 1988, año en el que se conmemoraron 70 de trayectoria artística de Rufino Tamayo, me recomendó para que coordinara una exposición con estampas y obras sobre papel de ese artista, la cual se mostró en la torre ejecutiva de Petróleos Mexicanos, que entonces era un “organismo público descentralizado del gobierno federal” y cumplía su cincuentenario. Curé aquella muestra y realicé el texto para el catálogo correspondiente. Y, en 1991, por recomendación suya, fungí como consultor sobre las artes plásticas oaxaqueñas de la segunda mitad del siglo XX para la exposición El hechizo de Oaxaca, organizada por el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey y expuesta inicialmente en la capital de Nuevo León y con posterioridad en el Museo del Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México.
En febrero de 1992 Jorge Alberto volvió a confrontar con energía e inteligencia al poder. En aquel caso, al poder empresarial agigantado al abrigo del gubernamental y para beneficio de ambos sectores. En cuanto se corroboró que, en uno de los inmuebles del Parque Centenario, en Coyoacán, se establecería una sucursal de la cadena Sanborns, Manrique alertó en su colaboración para el periódico La Jornada sobre los posibles daños que esto causaría no solamente a ese edificio sino a todo el entorno coyoacanense3. Y se refirió a este asunto en sus clases y en cuanta reunión académica o social tuvo ocasión de hacerlo. Su parecer como experto en cuanto a la conservación de sitios patrimoniales siempre tuvo un gran peso. Tanto fue así que, cuando fue informado de la postura de Jorge Alberto Manrique, el empresario Carlos Slim lo invitó a su casa para comer, con la intención de convencerlo respecto a las supuestas bondades de ubicar una tienda con restaurante de la cadena de su propiedad, así como un estacionamiento, en el centro de Coyoacán.
Cuando llegó a la cita (manejando su Volkswagen sedán), fue recibido amablemente por personal al servicio del anfitrión, y fue colmado con obsequios (libros caros, sobre todo, me reveló Jorge Alberto poco después de aquella experiencia) que aquel mismo personal no solo le entregó, sino que lo auxilió a mover y organizar. La reunión distó mucho de ser cordial. Manrique, según me comentó, hubo de retirarse dada la insistencia que Slim hiciera respecto a sus planes que, ya para entonces, eran irreversibles (aun cuando la construcción del estacionamiento sí se frenó). Nuestro homenajeado reiteró su postura, abandonó los engorrosos regalos y salió de aquella casa, escoltado y apurado por solo uno de tantos empleados que laboraban en aquel domicilio, quienes hacía muy poco tiempo se habían mostrado tan comedidos con él.
Tuve el honor de ser admitido como académico de número de la Academia de Artes en 2002. Pronuncié mi discurso de ingreso el 26 de septiembre de 2007. La respuesta al mismo y mi bienvenida estuvieron a cargo de Jorge Alberto Manrique. Habíamos dejado de reunirnos desde que, en las postrimerías del siglo pasado, mi querido Jorge Alberto hubiera padecido dos gravísimas agresiones físicas que pusieron en riesgo su vida y que le provocaron daños en su cerebro. Desde 2002 comenzamos a coincidir en las sesiones de la Academia. Merced a su férrea voluntad y con el apoyo de familiares, amistades y colegas como la doctora Teresa del Conde (quien falleció poco después que él), ese Manrique siempre combativo consiguió recuperar en gran medida su facilidad para el habla.
Yo lo recuerdo jovial, vehemente, esgrimiendo argumentos contundentes, disfrutando de su erudición (no solo en asuntos de arte o de historia, sino de geografía y botánica, entre otros tópicos); lo recuerdo haciendo un uso brillante de la ironía e incluso del sarcasmo. Lo recuerdo haciendo gala de su portentosa agilidad mental y de su extraordinaria memoria. Así recuerdo a Jorge Alberto Manrique; era de esa manera cuando lo conocí y continuó siendo del mismo modo durante el tiempo que nos frecuentamos. Así quiero seguir recordándolo.
- Agradezco a mi colega Miguel Ángel Rosas el envío de su documentada colaboración “Jorge Alberto Manrique: El transgresor (1936-2016)” que preparara para la revista Anales que publica el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, trabajo que me resultó de gran utilidad para realizar este escrito. Igualmente le agradezco que me haya apoyado con la verificación de algunos datos.
- Tiempo después se subsanaría en gran medida el asunto de la decoración de Los Pinos y Palacio Nacional mediante la encomienda de obras específicas para la llamada residencia oficial y por medio del aprovechamiento de piezas que forman parte del acervo de la Secretaría de Hacienda como resultado del programa Pago en Especie, si bien en esos inmuebles se exponen, al amparo de convenios de comodato, algunas pinturas de las colecciones de la Nación que debieran exhibirse de manera pública.
- Yo lo secundé en mi columna del periódico El Financiero.