De cuando conocí -y desconocí- a Guillermo Samperio (1948-2016)
A Samperio lo conocí hace casi una década, cuando estaba lejos del otrora dandy de las letras mexicanas que solía ser. Con una greña desalineada y pintada de color naranja, tenía los brazos llenos de tatuajes -tenía uno de Lennon en el izquierdo, si mal no recuerdo-. No fue mi amigo ni mucho menos, pero lo traté en varias ocasiones e incluso tuve la oportunidad de entrevistarlo dos veces: una en Mérida, en el café del Hotel Colonial y la otra, en su casa al sur de la Ciudad de México, donde vivía en un edificio de departamentos cuya colonia lo logro recordar.
Esa segunda ocasión fue muy extraña, ya que me citó alrededor de las 10am y, cuando llegué, me recibió en bata de dormir rodeado de una atmósfera llena de humo de cigarrillos. Parecía una escena digna de Quilty, el perverso personaje de Nabokov en “Lolita”. Antes de comenzar a charlar, me ofreció un café instantáneo que calentó en el microondas. Me presentó a otro escritor -cuyo nombre elude mi memoria-, quien se estaba quedando también en su departamento. Ya apoltronado en el sofá me pidió que me cambiara de lugar, ya que ése era su sitio favorito.
Más allá de estas manías, la entrevista no fluyó como en la primera ocasión, pues el narrador decía cosas disparatadas y hacía afirmaciones fuera de lugar, egocéntricas a todas luces, como aquella donde exclamó que él era “uno de los tres mejores cuentistas vivos del país” (lo era, pero no estaba en él decirlo) y cosas por el estilo. Sobra decir, que tenerlo sentado enfrente semidesnudo en una especie de kimono color carmín no era precisamente mi idea de una charla con fines profesionales, razón por la cual aunque escribí la entrevista hasta el día de hoy permanece inédita. Probablemente en ese entonces no supe cómo -ni quise- publicarla.
Su intelecto y su conversación se veían bastante afectados en ambas ocasiones: no recordaba muchas cosas esenciales para su propia biografía y era reiterativo en otras. Sabedor de la leyenda alrededor de su decadente transformación de un hombre guapo y viril a un canoso y despreocupado charlista, llevé la conversación por otros derroteros, hacia la música que tanto le gustaba -ya que provenía de una familia de músicos-.
Pronto se habló del rock y, por ende, de las drogas. No sabiendo cómo abordar lo que se decía de su persona, para acabar pronto, él mismo atajó las cosas: la razón de la degradación de sus facultades era que “se había quedado en un viaje”, de LSD para ser exactos, y aunque se recobró, no era el mismo desde entonces. A ello obedecía que a pesar de su lucidez no pudiera expresarse verbalmente a cabalidad.
Sin embargo, en la página escrita, en sus libros de cuentos en especial, era evidente que era poseedor de un talento sin igual. Tanto que, a veces al releer sus obras, me parecía inconciliable su prosa con la figura del excéntrico y estrafalario escritor que me había tocado conocer en mis tempranos 20 años.
A pesar de estos y otros episodios en congresos y presentaciones de libros, siempre me pareció un tipazo, de esos locos valemadres que ya lo han hecho todo y cuya vida no gira en torno a la falsedad del mundillo de las letras mexicanas. Así recuerdo hoy a Guillermo Samperio, como un narrador de altos vuelos -aunque se desempeñó en otros géneros, fue en el cuento donde alcanzó su mayor cota de éxito literario-. Mis favoritos siempre fueron los de tono fantástico o donde las mujeres habitaban los relatos. Fue toda una personalidad literaria sin duda alguna, cuyo carácter fuera de serie sólo podría equipararse con las estrellas del rock que tanto admiró.