Adiós al legendario jugador de los Lakers, fallecido el 26 de enero de 2020 en un accidente aéreo.
Un niño que se pone los calcetines del padre, un niño con la ilusión de algún día terminar un partido con tan solo unos segundos el reloj y darle la victoria a su equipo. Todos los que jugamos al basquetbol fuimos alguna vez ese niño. Todos nos imaginamos haciendo grandes cosas en la cancha y terminando un partido con un tiro ganador, justo antes de que el silbato que anuncia el final retumbe por todo un gigantesco y repleto estadio. Pero realmente son muy pocos los que terminan viviendo esa experiencia, son muy contados los hombres y mujeres que logran cumplir ese sueño de enloquecer a veinte mil fanáticos que gritan su nombre porque han logrado lo que para tantos es imposible: ese tiro ganador, ese momento mágico que tan solo dura unas milésimas de segundo, ese instante en el que un balón que sale de tus manos dibuja una parábola perfecta y viaja con elegancia para colarse por ese pequeño aro y hacer que la red emita el sonido de la gloria.
Kobe Bryant (1978-2020) fue uno de esos pocos que alguna vez soñaron y que pudieron cumplir su sueño. Lo hizo con base en su enorme talento natural, pero también con una disciplina férrea y con el trabajo que pulió lo que ya traía en las manos y en las piernas. Un superdotado que se convirtió en la leyenda más grande de uno de los equipos más populares del orbe. Su manera de moverse en la cancha era deslumbrante. Continuó con ese legado de Michael Jordan en el cual el baloncesto pasaba a ser más que un deporte para convertirse en una forma de expresión, una en la que mente y cuerpo se unían para crear movimientos de una estética espectacular.
Entiendo que el deporte y el arte son disciplinas del quehacer humano completamente diferentes, pero si en algún momento son capaces de encontrarse y reconocerse es en ese instante cuando el cuerpo humano toma protagonismo para realizar movimientos en los cuales emplea toda su capacidad para generar emoción, tanto en el intérprete como en quien le observa maravillado por el espectáculo que ante sus ojos se presenta. Por eso Kobe fue, en ese sentido, un enorme artista de las duelas.
Desde el momento en el que empecé a ponerme los calcetines de jugar de mi padre, disparando mi imaginación con tiros ganadores en el Great Western Forum, supe que una cosa era verdad: quedé enamorado de ti. Así iniciaba la carta con la que Kobe Bryant se despedía de las duelas. La carta era una declaración de amor al deporte que le dio sentido a su vida y la cual había escrito para ese momento que todos los deportistas saben que algún día llegará, pero al que no se atreven a enfrentar. Ese momento en el que el cuerpo no responde como en los primeros días y aunque el corazón se resista a capitular, esos movimientos que antaño parecían tan sencillos de realizar son más difíciles de realizar y por lo tanto hay que dejar de danzar en el aire, dejar de volar.
Concediste a un pequeño niño de seis años su sueño Laker, y siempre te amaré por ello. Pero no puedo amarte de manera tan obsesiva por mucho más tiempo. Esta temporada es lo último que tengo para darte. Mi corazón puede atajar los golpes, mi mente puede lidiar con la dura rutina, pero mi cuerpo sabe que es tiempo de decir adiós. Y eso está bien. Estoy listo para dejarte ir. Quiero que lo sepas para que ambos podamos saborear cada momento que dejamos juntos. Los buenos y los malos. Nos hemos dado todo lo que tenemos mutuamente, escribía el basquetbolista derramando honestidad en cada una de sus palabras.
Hay muchos atletas que no saben cuando retirarse. Kobe supo el momento exacto para hacerlo y lo hizo generando más arte. Para el día de su adiós, Kobe trabajó en una pequeña pieza cinematográfica en la que esa carta que había escrito cobraba vida. Contó para ello con el trabajo de dirección de Glen Keane y con la música del gigantesco John Williams. El resultado: Dear Basketball, una lindura de tres minutos de duración en la que la animación le da un sentido poético, onírico, a las palabras de Kobe. Es de nuevo ese niño que miraba los posters de sus ídolos colgados en la pared de la habitación donde comenzó a soñar y que se entregaba al amor de su vida con gran pasión y dedicación.
Lo mejor del corto es que Keane es capaz de captar la mirada de la “Mamba Negra” y la determinación que de ella emanaba mientras robaba un balón, mientras volaba a la canasta, mientras se convertía en leyenda, y al mismo tiempo enfatizar que el hombre que ganó cinco campeonatos, medallas de oro olímpicas y que rompió cualquier cantidad de récords, siempre fue ese niño que nunca dejó de soñar los sueños de gloria, que nunca renunció a la ilusión que le provocaba el amor al baloncesto. Son tres minutos de una evocadora animación que hoy cobra un nuevo significado con la repentina y trágica muerte del legendario jugador.
https://www.youtube.com/watch?v=9saQ-4_8Csk
La muerte es realmente lo que le da sentido a la vida. Es inevitable y por consiguiente, uno se esfuerza porque cuando ésta llegue todo haya valido la pena. Miro nuevamente el corto con el que Kobe se convirtió en ganador del Óscar a Mejor Cortometraje en 2018 y no puedo dejar de pensar en el enorme sentido que tuvo su vida, una existencia que hoy se agiganta con su muerte. Lo veo nuevamente y pienso en cómo Kobe Bryant nos representó a tantos que todos los días tomamos un balón y que al hacerlo, sin importar la edad o la cancha en la que se juegue, volvemos a ser esos niños que miraban los posters de sus ídolos colgados en la pared de la habitación, que sueñan con meter esa canasta cuando solo quedan unos segundos en el reloj para darle la victoria a su equipo, para alcanzar la cima. Ese quizá sea su mayor legado: el de convertirnos todos los días en soñadores, en ganadores, en ilusos enamorados del deporte más hermoso del mundo: el basquetbol. Gracias, Kobe…