Fotos: Eduardo Cervantes/Ricardo E. Tatto
Islandia, te he soñado largamente
desde aquella mañana en que mi padre
le dio al niño que he sido y que no ha muerto
una versión de la Völsunga Saga
que ahora está descifrando mi penumbra
con la ayuda del lento diccionario
Jorge Luis Borges
A Jaime Barrera los viajes siempre le acompañan. Por eso en el 2012 emprendió un viaje interior que dio título en aquel entonces a una nueva serie pictórica. Tiempo en el cual descubrió para sí mismo senderos alternativos para el color y la forma y que también dieron giros en espiral a su manera de pintar. Texturas sí, experimentación también, colores ocres, grises, blancos… vínculos con esas paredes que los ingenieros como él dejan listas para lo que usualmente llamamos “acabado” pero que en realidad en sus accidentadas superficies cuentan más historias que ese resultado final, tan pulido y limpio, que oculta excesos y sobrantes, errores y composturas.
Aquel viaje de hace más de una década fue de los que no terminan nunca. De los que se revierten en otros viajes, de los que traen consigo la pulsión de seguir en la exploración y la búsqueda. Vientos árticos, tierras inhabitadas y volcánicas, plenas de actividad ígnea, soles de medianoche, densa niebla, géiseres… eso y más prometía el paseo hacia Islandia, la cuna de la popular cantante Björk, un insólito territorio en medio del Atlántico norte –en medio de la nada, dirían algunos– al cual la mirada ávida esperaba acceder. En suma, una incógnita por revelar cuyo descubrimiento emprendió Jaime
Barrera con la cámara al hombro, con ojos de fotógrafo e imaginación de pintor.
Y cuando la realidad supera las expectativas también las obras en consecuencia se hacen heterogéneas e inesperadas, se expanden, se hacen prolijas en diversidad y fecundas en frutos. Así, en la exposición Islandia, terra incógnita, Barrera se prodiga en experimentación y recreación, en abstraer de la
espectacular naturaleza el poder de tornar el pasmo en embeleso y desplegar sobre sus lienzos, collages, telas y texturas el panorama caleidoscópico y múltiple de la geografía islandesa, traducido con su propio código al lenguaje universal de la abstracción pictórica.
La suma de su propuesta reúne 14 fotografías, 60 piezas bidimensionales (aunque con notables texturas y relieves) realizadas en técnica mixta en formatos grande, mediano y pequeño, y 2 esculturas. Amplia producción que permitió a un pintor de tierra tropical y cálida, de vida urbana y paisaje entrañable y discreto, poder ahora explorar, aventurarse, hacer y volver a hacer, modificar y finalmente concluir aquel viaje con la invitación a otro encuentro: quien visite su obra recorrerá una Islandia emocional y sinestésica, y permitirse convocar a los demás sentidos a la experiencia del frío, del olor marino, del regusto del aire nórdico sobre la piel, del sonido fluido del agua hirviente que brota del subsuelo, o al instante mudo y silente del panorama, tan bello como desolado.
Tanto en las telas cuadradas en las que evidentemente Barrera se siente cómodo, así como en los apaisados lienzos de gran tamaño, o en el políptico, o incluso en los cuadros verticales y estrechos de osado formato, su pincel que se desliza cargado de color y sus manos que estrujan retazos de telas
y cartones y pedruscos artificiales, reconstruyen al alimón los golpes de la mirada del pintor por el entorno asombroso e inesperado de la atmósfera islandesa, tan austera como salvaje, o como piensa él mismo, tan apocalíptica.
Por eso no ha escatimado en experimentar y en producir: volcanes activos, la geotermia, la tierra rica en diversidad química, el musgo, las cascadas, los campos de lava, las montañas de riolita, los fiordos, los líquenes… todos encuentran una analogía plástica en los relieves oscuros, las zonas de áspero color óxido, los cambios de franja sobre sus lienzos con apariciones rojas, los drippings vibrantes y grafismos y tachaduras negras.
Pero todavía hay más sorpresas provenientes de esta extraña isla cuyos 300mil habitantes conviven con un millón de turistas: el insólito álbum recreado de Jaime Barrera evoca en sus títulos nombres impronunciables como Grindavik, Reynisfjara, Myvatn, Vik, Myrdal, Hverir, Reykiavik, Myvatnsveit,
Myrdalsjokull, Jokursarlón, y que en realidad son ciudades y pueblos, rincones y monumentos naturales que en su obra se reinterpretan abstrayéndose en manchas y explosiones, deslavados, rugosos mapas y visiones de tierras que parecen ser de nadie y que la imaginación redime y explora.
De pronto fosforece un verde o resplandece un azul, o surge puntual un violeta que recuerdan al espectador que allí no todo es cielo gris, que también puede brillar el sol, que pueden despejarse las nubes, que el musgo reverdece y que las flores eclosionan cuando les llega su tiempo. Y que es el mediodía por lo cual el horizonte diáfano se despliega en la que quizá sea la única oportunidad de verlo así.
Y sobre todo, emerge, icónico, el monumento natural señero de la isla, situado al sur: el volcán Katla, que en plena erupción protagoniza la pieza principal de la muestra, lienzo de grandes dimensiones en el cual laderas y pendientes, ríos de lava, caldera y rocas de basalto y diorita se hacen manchas, rasgaduras, rastros, capas superpuestas, arrugas, salpicaduras y estrías negras amarillentas y ocres, vibrantes sobre el oscuro azul que abriga la evocación pictórica de la convergencia de los mares de Groenlandia y Noruega con el Atlántico Norte.
Así, Barrera viaja e invita al recorrido, a la percepción abstracta de un paisaje de matices inesperados y desolada belleza, un encuentro con superficies tan suyas como de quien quiera iniciar la valiente expedición. En suma, un viaje emocional y sin retorno por la Snæland, la “tierra de nieve”, tan austero como salvaje, abrigado por la imaginación.