Se refresca la escena musical de Mérida.
Acostumbrados a pensar que la trova y la jarana reinan en la tierra del faisán y el venado, o que los ritmos latinos son la única opción para solazarse durante las noches calurosas, por varios años ya el jazz y el blues fueron obligados a retraerse a espacios alternativos y underground de Mérida, después de haber tenido una década en la que estos géneros convivieron con los más tradicionales en sendos festivales y demás foros musicales.
El último Festival Internacional de Jazz Yucatán organizado por la Sedeculta se realizó en el 2009, y desde entonces hemos sido sobrepasados con creces por nuestros estados vecinos, como Campeche, que recién el 14 de julio cerró con broche de oro su festival con un homenaje a Eddie Palmieri. En el caso de Quintana Roo, el Riviera Maya Jazz Festival cuenta con más de 15 años trayendo a la península a algunos de los exponentes más destacados del orbe.
El caso de Mérida y Yucatán, ciudad y estado que gustan de presumir ser el polo cultural del sureste mexicano, a pesar de sus millonarios esfuerzos publicitarios, continúan anquilosándose en sus esfuerzos por rescatar géneros tradicionales que nunca evolucionaron, que no se reinventaron, lejanos de los yucatecos melómanos que hoy en día los ubican como música fosilizada sólo apta para los turistas del centro y gente de la tercera edad.
Afortunadamente, no todo es negativo en este aspecto. Recientemente se hizo el anuncio de que a fines de año tendremos el 1er. Festival de Jazz “Resonancias”, gestionado entre la iniciativa privada y la Sedeculta con apoyo del gobierno federal, lo cual es directo resultado del resurgimiento del género en espacios públicos del estado, pues desde hace aproximadamente dos años, gracias a la reapertura y remozamiento de algunos centros etílicos en franco abandono, hemos podido gozar de conciertos en vivo con músicos locales y extranjeros residentes que, en insospechadas combinaciones y ensambles, han reavivado la escena del llamado “centro histérico”.
Ahí donde apenas un puñado se quejan contra el “ruido”, hay muchos otros que se han dedicado a hacer música en negocios que proveen trabajo para cientos de familias yucatecas. El Cardenal y El Dzalbay, por citar dos ejemplos, se han constituido en el refugio de aquellos que no buscamos sólo cumbia y trova -o trovacumbia-, sino de propios y extraños en busca de sonidos diferentes. La Mérida cosmopolita poco a poco se ha saltado la albarrada de sus limitaciones anacrónicas para dar paso no al colonialismo -que algunos esgrimen como fuente de todo mal-, sino al sincretismo cultural que desde siempre ha enriquecido estas tierras de lajas ardientes.
Escuchar la voz de Germán Muñoz, alias Gumbo Hopkins, emanado de las “plantaciones” del sur de la ciudad o de Gina Osorno y Vania Pallares cantando blues, o las aterciopeladas liras de los jazzistas Carlos Rodríguez y Armando Martín Briceño goteando cualquier tarde lluviosa, son muestras de que nuestros muros pétreos han comenzado a derrumbarse, apoyados por empresarios que pese a su lugar de origen, no pueden sino considerarse yucatecos honorarios que están contribuyendo al crecimiento artístico de nuestro estado. ¡Sigan haciendo ruido…!