Jesús Medina brinda una interpretación vigorosa con la OSY

Bajo la enérgica batuta de Jesús Medina, la Orquesta Sinfónica de Yucatán sacó lo mejor de sí para interpretar un programa lleno de contrastes, pero que en conjunto fue inolvidable, según escribe Emiliano Canto Mayén en su crónica musical...

La calurosa noche del viernes 6 de mayo de 2022, el público del Teatro Peón Contreras tuvo más de un motivo para hallarse a la expectativa. La razón principal era la reanudación de los conciertos de la Orquesta Sinfónica de Yucatán, luego de un mes de reposo y silencio. También, los asistentes ansiaban volver a ver a Jesús Medina, director de orquesta nacido en Monterrey y formado en The Pierre Monteux School de Maine, en los Estados Unidos de América.

El noveno programa de la temporada se anunció con los adjetivos de mágico y fantástico. A estos calificativos hay que agregar el de ambicioso, ya que la orquesta se propuso interpretar, en el intenso lapso de una hora, obras de tres maestros de la música occidental con siglos, estilos y sensibilidades muy distintas, acaso contrapuestas.

¿Cómo dirigiría Medina? ¿se desempeñarían correctamente los músicos ante este desafío? -se preguntaban todos al entrar y tomar asiento. Antes de responder, es preciso apuntar unos renglones sobre la presencia escénica de Medina. Este artista contó que, siendo niño, descubrió que su padre guardaba un violín en casa; la pregunta:

-¿Te gustaría aprender? -seguida por una respuesta afirmativa, decidieron su destino.

Hoy en día, en la plenitud de su existencia, Medina dirige a la orquesta con vigor. Su rostro es afable y, a la mitad de una obertura, su cuerpo contagia de júbilo a los intérpretes, mientras se desenvuelve con decididos estallidos; en ciertos pasajes, su brazo es certero como un arpón y su apasionamiento lo exalta, entre saltos atrevidos y osados balanceos.

El concierto comenzó con una de las más célebres composiciones de Mozart: la obertura para La Flauta Mágica. La historia de esta pieza orquestal, compuesta el año de 1791, suele contarse con cierta amargura. Pocos meses después del estreno de La Flauta Mágica, Wolfang Amadeus falleció consumido por una enfermedad desconocida e interminables penurias financieras. Sin embargo, nada en la obertura sugiere las penalidades de su creador, su partitura es despreocupada y alegre con momentos de grandilocuencia y solemnidad. En ciertos trechos, el instrumento de viento que presta su nombre a la obra indica que tan solo él es el protagonista.

Con respecto a la obertura que resonó en el Peón Contreras, fue un acierto comenzar con Mozart. La Sinfónica de Yucatán conoce muy bien las páginas de este genio y, el pasado mes de febrero, interpretó la obertura de La Clemencia de Tito. En esta ocasión, la jovialidad triunfante de una de las últimas obras del austríaco despertó los primeros aplausos del público. Éste, siempre respetuoso, cubría la parte inferior de sus rostros con cubrebocas, aunque una horda de abanicos de mano -de pluma, seda y estampados tropicales- marcaba como un péndulo ciertos compases, ¡y qué decir de las esclavas, pulsos y cadenas que, a veces, eran sonajas de oro!

Al gozo de La Flauta Mágica lo siguió la ternura voluptuosa del Idilio de Sigfrido. Aunque Wagner escribió las opiniones más horrendas acerca de Mozart y sus óperas, el carácter inflexible de este compositor de lengua alemana no le impidió amar de vez en cuando. Prueba de ello es su “Idilio”, pieza en la cual retomó los más bellos motivos de su ópera Sigfrido para regalárselos a su esposa Cósima Liszt.

La relación de la hija de Franz Liszt con Richard Wagner ha dado material a más de una novela; luego de una larga relación extramarital y varios hijos en su haber, Cósima se divorció y contrajo, en agosto de 1870, matrimonio con su admirado Wagner. Meses después, en la víspera de su cumpleaños, Cósima despertó apaciblemente, Wagner acomodó a los músicos en la escalera interior de su casa y dirigió el Idilio. Al término de este estreno, se abrieron las puertas, entraron cinco pequeños y Richard entregó a Cósima la partitura dedicada de su puño y letra, todos los presentes lloraban.

El Idilio de Sigfrido arrulla primero, para levantar cariñosamente a Cósima, y después, con el mismo motivo, pero con intensidad creciente, la música se transforma en la sensualidad arrebatadora de un amor que se corresponde y se consuma. Medina y la Orquesta Sinfónica de Yucatán evocaron, con su interpretación, las sábanas al amanecer y el sensual contacto de los cuerpos, mientras el lejano canto de las aves anuncia la llegada del día. Wagner era un audaz al entonar -con inigualable elegancia, pero innegable erotismo- sus sentimientos hacia su compañera de vida.

Por último, el programa dio paso a la Sinfonietta de Francis Poulenc. Este compositor parisino arrebató nuestros oídos y los transportó de lo clásico y romántico al dinámico y, todavía familiar, siglo XX. Conocer a la composición de Poulenc con la batuta de Medina y la Sinfónica de Yucatán es una experiencia que se agradece. Esta pieza, estrenada en 1948, es exquisita.

La Sinfonietta se divide en cuatro movimientos. El primero es un “Allegro con Fouco” que abre con cierta tensión combinada de cuerdas y metales; en ocasiones, se aspira la galantería de un Mozart, aunque ésta pronto es sobrepasada por una cordillera abrumadora. Los senderos de Poulenc son asimétricos, sus trinos placenteros, sus ondulaciones inolvidables. Delicado pero intenso, se asemeja a un hechicero que nos rapta y conduce por un trayecto plagado de sorpresas. Al término del movimiento regresa la tensión inicial, pero ésta es cobijada por un soplo de calma.

El “Molto vivace” parece una convención de abejorros que parten hacia un pueblerino baile de pizzicatos, con una banda de metales impacientes, tras de sí.  En la partitura de Poulenc se leen varios “très gai” (muy alegre) y “doucement chanté” (cantado con dulzura) que lo dicen todo. Algo hay de Tchaikovski y de “El Lago de los Cisnes” en el segundo movimiento de la Sinfonietta, pero en sus vértigos surreales, silbidos impetuosos y devaneos galantes, Poulenc impone su personalidad, tan francesa y colorida.

El “Andante cantábile” inicia dulcemente y avanza con ligereza, Poulenc suena saciado y se permite seducir más que en los movimientos previos. Se lee un “Sans presser” (sin apresurarse) al margen de su partitura y, con calma, sus melodías fluyen conducidas, a veces, por el clarinete y se sostienen en el fino tacto de un arpa.

Para concluir, el “Finale” irrumpe con la misma tensión del primer movimiento; aunque, ahora predomina un espíritu de juego infantil y felicidad desenfadada. Haydn y Mozart ríen a trechos, pero los remansos tienen una prisa mecánica, como si el sonido lo produjera una fábrica con engranes imbatibles. No se crea que, por este ritmo industrial, Poulenc es ruidoso, al contrario, como secuencia fílmica, el parisino nos sobrecoge con magnificas trompetas y sublimes sensaciones.

Al final, pareciera que la orquesta, como una joven atleta, realizara portentosos estiramientos. Cual avalancha sin fricciones, Poulenc concluye dirigiéndose a un trono majestuoso y sentándose, súbitamente, como un emperador niño. ¿Cómo dirigió Medina? ¿Cómo actuó la Sinfónica de Yucatán? Tanto el director huésped como la orquesta nos dieron una interpretación correcta, bella y evocadora; tanto, que muy difícilmente la olvidarán quienes la presenciaron.

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