Las notas gráciles -para un ambiente liviano- de valses y oberturas, fueron elegidas por la Sinfónica de Yucatán en su retorno al escenario, a su nueva temporada de conciertos. El domingo 30 de enero de 2022, así como el viernes anterior, se sumaron dieciocho años de “música clásica ininterrumpida”, como señaló la Lic. Margarita Molina (presidente del FIGAROSY) en su discurso de bienvenida.
Para este primer programa se incluía un repertorio que iba de mayor a menor, en términos de intensidad. De la inspiración de Schubert, “Rosamunda” fue la obertura que funcionó fiel a su manufactura: para abrir la ocasión. Sin afanes dramáticos, es amable para el espíritu. Compuesta hace casi doscientos años, invadió la sala con frescura y llegó a los audífonos de quienes aún nos quedamos en casa, por aquella anticuada invitación para evadir la pandemia, que es aludida actualmente según el alfabeto griego.
La orquesta marchó con elegancia y llegó al aplauso, merecidamente. Con sus armonías siempre interesantes, la obertura resonaba minuto a minuto sin hacerse notar en el tiempo; así de disfrutable transcurría, haciendo que Dvořák llegara un tanto sorpresivo. Este, con su musicalidad al natural, en pleno uso de sus facultades compositivas, convierte la levedad en una rara experiencia: sus “Valses de Praga” siguen siendo danzas de salón, pero incluyen un significado de lirismo con folclore, el indeleble recurso prácticamente en el total de su producción.
La orquesta, a la altura del significado. La partitura, no deja de exigir precisiones en el tempo* -alegro vivo- sonando en un contexto ágil, para adaptarse a la densidad de su mensaje. Así, la batuta obedecía lo escrito, con un galope final que arrancó espontáneos aplausos, lo lógico tratándose de Dvořák. Magistral sería la interpretación de la “Caballería ligera” de Franz von Suppé: es una enorme fanfarria que, pese a su nomenclatura, exige más de lo que aparenta. Se había llegado al terreno de la tonadilla y, para entonces los melómanos, dispersos en las butacas, estaban felices por lo festivo de la pieza.
Transcurrido el primer intermedio del año, la programación quedaba consagrada al hijo de Johann Strauss, del mismo nombre. Una dupla de valses muy célebres -Emperador y Danubio Azul- sucederían a la obertura “El Murciélago”, que inicia con demasiado garbo hasta una melodía pueril, encanto de las señoritas de hace muchos años, como de las actuales, hasta desenmascarar el valsecito que alguna vez todos hemos silbado. La concordancia en esta segunda parte quedaba asegurada -y cómo no- siendo que cada pentagrama provino de la misma pluma. Escenas de quinceañeras habrán pasado por el recuerdo del espectador local y solo Dios sabe cuáles por la memoria del extranjero.
Sin embargo, el resultado fue idéntico para cualquiera. Aquello era una fiesta y por dentro, todos bailaban. Tanto, que antes de pensar en la clausura, la ovación pidió un destello final, acaecido con la marcha “Radetzky”. La euforia llegó al culmen con el director dirigiendo a los músicos y al público, que se derretía marcando el ritmo con las palmas y que se unió, por un momento, a la orquesta Sinfónica de Yucatán. Sigue siendo divertida la acostumbrada manera de empezar el año. Otros estratos emotivos llegarán en fechas próximas, en el intento de equilibrar lo popular del repertorio clásico con obras de índole más profunda. Con un repaso al programa, la OSY lo promete. ¡Bravo!
*Velocidad de la música