Lleno total para el “Bolero” de Ravel con la OSY

Para el tercer programa de la temporada 2025, la Orquesta Sinfónica de Yucatán se lució con lo que fue una clase maestra de orquestación. Un tríptico orquestal con obras que demuestran una peculiar pero soberbia sofisticación tímbrica y textural, según la crónica de Diego Elizarraraz... ¡Bravo!

Para el tercer programa de esta temporada, acontecido el viernes 7 de febrero de 2025, la Orquesta Sinfónica de Yucatán se lució con lo que fue una clase maestra de orquestación. Un tríptico orquestal con obras que demuestran una peculiar pero soberbia sofisticación tímbrica y textural.

Todo comenzó con el Capricho Español del gran orquestador ruso Nikolai Rimsky-Korsakov que emerge como un caleidoscopio de ondas vibrantes. Las castañuelas y el tambor establecen el pulso vital en la primera Alborada a la par que los violines y las maderas danzan en una coreografía casi cuántica y de mucho brillo antes de que las Variazioni presenten un tema que se transforma a través de diferentes configuraciones tímbricas en los cornos. La entendida batuta del director guiaba a una flauta elevando al tema hacia un espacio etéreo, después a un clarinete que lo arraigaba en el plano terrenal, y luego a las cuerdas que lo expandían en múltiples dimensiones, creando un universo de sensibilidades posibles.

En la segunda Alborada, la orquesta se ramificó y cada instrumento generó su propio campo de fuerza, increíble manera en que los violines solistas virtuosamente ejecutaron las cadenzas que, como versos de García Lorca, pintaron un misticismo con ayuda de una percusión tremendamente controlada manifestando el ritmo inexorable del tiempo físico. El canto profundo de los violonchelos en Scena y canto gitano contrastaba con las maderas y los metales que añadían corolarios como destellos de luz, parecía que la orquestación intentaba reflejar la teoría del caos con pequeñas variaciones en la instrumentación repercutiendo dramáticamente en cambios de su devenir tímbrico.

El último movimiento, el Fandango asturiano, es un torbellino orquestal convergente  que no presentó obstáculos para el director incluso cuando tocó dominar cada sección instrumental, muy similar a la poesía de Octavio Paz, el tiempo se volvía circular, y la orquestación creaba un bucle de resonancias que transformaba lo local en universal, lo particular en cósmico.

Siguió el famosísimo Bolero de Ravel que, como bien lo escribe el crítico musical Máximo Hernández en el programa de mano, deviene un crescendo orquestal, un experimento único de un universo tímbrico que se expande a través de poco más de quince minutos. La obra comienza con un susurro en la tarola de las manos de la fantástica percusionista Tanya Estrada, un ostinato que gradualmente acumula masa sonora hasta alcanzar un arrebato de volúmenes estridentes pero equilibrados. La melodía, introducida por la flauta en pianissimo, actúa como una partícula cuántica que se replica a través de diferentes estados instrumentales.

Cada repetición añade nuevas capas de complejidad tímbrica: los clarinetes aportan una calidez terrestre, el fagot y el contrafagot añaden una abstracta y grave profundidad, la trompeta con sordina introduce un elemento metálico brillante, el saxofón tenor emerge como una voz sensual que dialoga con el trombón, creando tensiones armónicas que recuerdan la dualidad onda-partícula, la progresión instrumental sigue una lógica donde cada nueva entrada aumenta la densidad mientras mantiene intacta la estructura rítmica fundamental, alguna mente curiosa podría hacer la analogía con la filosofía de Heráclito, todo fluye y cambia, pero el río, tal como el ostinato rítmico, permanece constante.

En el clímax final, la orquestación alcanza un punto de singularidad donde todas las voces convergen en una masa sonora de intensidad casi insoportable. La modulación súbita antes del final parece un agujero negro que distorsiona el espacio-tiempo –musical–, llevando la obra a su inevitable conclusión. En esta colosal obra, el director hizo frente a la maestría de Ravel guiando y logrando en cada instrumento un acertado manejo de texturas y dinámicas –salvo un percance en la afinación de una nota en el clarinete o una nimia nota falsa en el trombón–, presentando una obra que trasciende su aparente simplicidad para convertirse en una meditación sobre el tiempo, el espacio y la transformación.

La velada cerraba con la Suite Daphnis et Chloé también de Ravel que se siente como el epítome de la orquestación impresionista. En Lever du jour, la textura orquestal evoluciona desde las frecuencias graves en los contrabajos hasta el centelleo agudo de las flautas y el arpa evocando un coro sin palabras que actúa como campo electromagnético unificando el espectro sonoro. En  Pantomime una danza de partículas se despliega inicialmente en la flauta que fluctúa entre melodía y timbre mientras los arabescos de las cuerdas crean una red de interacciones armónicas que sostienen el tejido. En la Danse générale, la orquestación alcanza una densidad comparable a la fusión nuclear, el tutti orquestal, con su intrincado contrapunto rítmico, libera una energía que supera la suma de sus componentes individuales con la percusión y los metales actuando como catalizadores de estas reacciones en cadena.

Cada obra revela un aspecto diferente de este enorme instrumento que llamamos orquesta, sea la multiplicidad de colores orquestales, el incremento sostenido de una idea recurrente o la evocación de una dimensión casi espiritual del sonido. Tal como ocurre con la poesía de Mallarmé, donde cada palabra es precisa e insustituible, en estas tres obras, la meticulosa interpretación demostró la precisión y esfuerzos de una orquesta orientada por un sensato y prudente director que a su vez exponen el dominio y abismal entendimiento que estos compositores tenían sobre el complejo orquestal.

¡Bravo! ¡Gracias, OSY!

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