La crónica del treceavo programa de la temporada debe ser distinta a las anteriores puesto que la velada fue, sin lugar a dudas, irrepetible. Pese a los amagos de lluvia y de tormenta, los fieles asistentes llegaron al Peón Contreras sanos y salvos. Antes del concierto, el público de la Orquesta Sinfónica de Yucatán comentaba las últimas noticias de la prensa digital.
Algunos decían que el director Juan Carlos Lomónaco tiene la invitación para dirigir, en una ocasión muy especial, a la Orquesta Sinfónica de Jalisco. También, las pláticas destacaban cómo, de forma sorpresiva, el pasado jueves 2, el maestro tomó la batuta de la Orquesta de Córdoba para interpretar la sinfonía 25 de Mozart y la 3ª de Schumann. En esa ocasión, el desempeño de Lomónaco en Córdoba fue, a decir del colega Crespo García, “fulminante”. Esta apreciación nos enorgullece, todavía más, de nuestro admirado titular.
Ya sentados en el lunetario, vimos como Lomónaco tomó su sitio. Nos saludó como siempre, con una explicación del programa y, antes de dar comienzo a su labor, indicó que la primera pieza de la noche ha sido relacionada con el rito católico, mientras que la segunda es evidentemente una composición conmemorativa del surgimiento del protestantismo. Este discreto llamado sinfónico a la tolerancia, ha caído muy bien en el mes de junio.
Dio comienzo la sinfonía 49 de Haydn, mejor conocida como La Pasión. Esta obra de mediados del siglo XVIII comienza con un Andante que es casi un ruego. Este clamor casi inaudible continúa con una melodía intrigante. Maestro de Mozart y Beethoven, Haydn es inconfundible por su estilo robusto que, en este primer movimiento rema tranquilo como un aristócrata a través de un lago cristalino. En segundo término, estalló un Allegro que, definitivamente, le concedió su sobrenombre a la sinfonía 49.
En este segmento se desató una fuerza repentina que la Orquesta de Yucatán domeñó como jinete experimentado, era como perseguir al ser deseado y alcanzarlo a mitad del bosque. Regresó el ritmo reposado, seductor en el tercer movimiento, pero, en esta ocasión, el compositor austríaco vertió una dulzura total en los metales y un sosiego en las cuerdas. Por último, se llegó a un triunfo de destreza, puesto que, en un desenfreno de contrastes, la sinfónica fundió al Peón Contreras en una locomoción semi belicosa.
Durante el intermedio, al salir unos minutos al exterior, las charlas se encendieron en torno a una voz que provino de los palcos, bajó a las plateas e inundó el lunetario. Todos en el teatro pensaban en Beethoven y en la próxima llegada de Enrique Bagaría a Mérida. ¿Qué gozos se nos develarán el próximo viernes 17 cuando se escuche el “Emperador” de Beethoven? Los ánimos se avivaron, todavía más, al comenzar el segundo tiempo de la noche. La sinfonía en esta ocasión fue romántica ya que su autor era, ni más ni menos, Félix Mendelssohn.
Mendelssohn es uno de los favoritos de Mérida. El autor del Sueño de una noche de verano compuso sinfonías con una solemnidad remarcable y la 5a, conocida como “La Reforma” es una pieza única, a la que se relega tras las grandezas de La Cueva de Fingal. Sobre la 5a de Mendelssohn se ha escrito que su creador la planeó como un tributo a la fe que su familia abrazó, debido al antisemitismo. Lo que consta es que, originalmente, debía estrenarse durante la conmemoración por los tres siglos de la Reforma protestante. Desafortunadamente, por cuestiones de agenda y salud, la partitura no estuvo lista a tiempo y se estrenó en Berlín el año de 1832.
El primer movimiento es el que posee mayor riqueza estructural puesto que Mendelssohn construyó estas páginas en forma de sonata, inspirado en las fugas de Bach, pero con las texturas de Beethoven. Nuestra orquesta arrancó con mesura y luego nos envolvió con el manto de una espiritualidad punzante. En radical contraste, el Allegro vivace del segundo movimiento es ligero y travieso; se escapa hacia el follaje como un niño al salir de la doctrina. La sección de cuerdas sonó particularmente bien en esta parte y se le reconoce.
El tercer lugar, el Andante es un diálogo en el cual se intercalan melodías con cierta aspereza. Acaso, en las imperfecciones que han detectado los musicólogos, se encuentre la confesión de Mendelssohn ante la conversión de su clan a una fe que los salvó del odio hacia los judíos. Por último, en el cuarto movimiento se desarrolló un himno compuesto por Lutero en persona. Este canto se titula “Eine feste Burg ist unser Gott” (inexpugnable fortaleza es nuestro Dios) y, con este título, en nada sorprende que el final de la 5a de Mendelssohn sea un caudal que estremece con sus exhalaciones de poder y pasión.
Al término del concierto, a Lomónaco y a su orquesta los recompensó un clamor general. El maestro titular, satisfecho del brillo de la sección de metales, reconoció el triunfo de sus intérpretes, dándoles a cada uno su lugar en el mar de aplausos. La ovación de esta noche llevaba en sus palmas el corazón agradecido de una audiencia fiel.