Este texto forma parte del libro “Señora de la noche” (2022), aquí reseñado por Óscar Muñoz.
Nació una noche de verano. En ese instante dos autos se estrellaron en Avenida Nonoalco frente al hospital. Las enfermeras y doctores saltaron a la ventana para enterarse del zafarrancho. La madre se quedó pujando sola, mientras veía que el feto sacaba las extremidades inferiores. Con un dolor agudo e insoportable, gritó a los doctores para que atraparan lo que su vientre expulsaba. Un jalón de piernas, un instrumento metálico. El desagarre vaginal. Un llanto lastimero acompañado de olor a piña. Afuera en la acera, los restos de autos destrozados y contrastantes, uno con letras groovy y multicolor que dice “Espectáculos Tropicales”, Ninón Sevilla y Tongolele, una ambulancia, una carrosa fúnebre.
Elisa siempre fue diferente al resto de la familia, física e interiormente. El padre dudaba de su paternidad. No perdía la oportunidad de herir tanto a la madre como a la hija. Ese pie que no baila no es mío, decía. Su progenitora se la quedaba viendo horas enteras, tratando de descubrir de dónde venían tales diferencias. Desde su nacimiento, no paraba de llorar, siempre llamando la atención.
Un día, en una comida familiar, la abuela preguntó a los hermanos: ¿Qué quieren ser cuando sean grandes? Unos contestaron yo quiero ser bombero; yo quiero ser doctora; yo, maestra. Al llegar el turno de Elisa, respondió sin titubeos, yo quiero ser del arrabal. La madre y la abuela quedaron sin aliento, con la mueca de quien ve al diablo. La mano certera de la abuela golpeó con fuerza la boca de la niña. Elisa no entendió el porqué del bofetón.
Magnolia Tango: bailarina de rumba, salsa, merengue y cha-chá. Deseaba sentir y descubrir pasiones intensas como las que veía en la televisión en blanco y negro. Nada más real, las pasiones intensas no son multicolores.
En ocasiones bailaba ritmos cubanos, con el tocado con telas a lunares, piñas y mangos colgando. Terminado el espectáculo, un auto la esperaba a la salida del antro lujoso, con la entrada neón, anunciando el show de la gran bailarina de cabaret: “La espectacular, la única, de piernas esbeltas y largas Magnoliaaaaa Tango”. El chofer le abría la puerta con reverencias y admiración, sensaciones que ocultaba bajando los ojos con sumisión.
Dentro, un hombre misterioso, la mayoría de las veces comprometido, la esperaba relamiéndose los bigotes y ansioso por tener muy cerca a la bella Magnolia. Ella lo besaba con cierta malicia, luciendo carmín rojo, pestañas pesadas que enmarcaban la mirada y la hacían misteriosa y sensual, escondiendo su pie pequeño, para que no se lo viera. Muy a propósito dejaba manchas de colorete en el cuello de la camisa de sus múltiples acompañantes. Los besos en el cuello la enloquecían. Un día era Luis, otro Carlos, al día siguiente habría otro con un auto más bonito, más grande. Los perfumes de sus conquistas serían distintos: Aramís, Vetiver, Franela Gris. Magnolia sonreía llena de vanidad, audacia y coquetería.
Elisa regresaba de ese mundo tecnicolor. La luz de su mirada iba apagándose poco a poco. Sus ojos se posaban con rabia y frialdad en su pierna izquierda, que desmentía lastimeramente sus sueños de gloria; piernas antagónicas, disimiles, tan diferentes como ella misma y su familia.
Evadía en sus viajes espectaculares ese miembro izquierdo, muerto e inerte. Un muñón, primordio amorfo con un pie pequeñísimo, pie de loto, como el de las mujeres chinas. “Escóndelo”, oyó decir desde su infancia. En su recuerdo repasaba la cantidad de noches que su madre y su abuela le embadurnaban el pie con remedios de todas las yerbas: ruda, romero, salvia y alcanfor. El desfile de médicos, yerberas y santeros veían ese pequeñísimo pie, al que no encontraban explicación. Puede que no sea de ella, sino no de una hermana gemela, que la lleva dentro, y de la que solo asoma ese pie tan diferente.
En los cientos de discursos que tuvo que escuchar, había de todo. Unos creían que era un castigo; otros, un milagro. Llevaban ofrendas a la niña del pie de loto. También maldiciones en la puerta de la casa, con insignias alusivas a la maldita niña deforme.
La pequeña Elisa abría sus cuadernos y dibujaba vestuarios de múltiples colores, tocados con plumas exóticas y frutas tropicales, pero no para ella, sino para su hermana. La tengo dentro, decía. Me baila dentro. La gente cree que soy yo, es mi hermana. Es ella con su pie pequeñito. Todo el mundo cree que soy yo la que me muevo, porque ese pie suyo lo escondo, no dejo que lo vea nadie. Pero es ella la que se suelta a bailar. La hermosa Magnolia Tango es ella, créanlo o no, ella desarrolla en carboncillo los escenarios y agenda la siguiente cita para el romance encriptado de la estrella. Brilla más en lo oculto, en lo oscuro. Gira y gira. Con ese pequeño pie, se mueve. No le hace falta luz y ninguna otra cosa si se escucha de fondo la música de “La pollera colorá…”.