La voz de Irasema Terrazas acompañó las colosales partituras.
Juan Carlos Lomónaco, director de la Sinfónica de Yucatán, frente a una audiencia que se hallaba atenta a sus palabras en la mediana penumbra, agradecía el cierre de una temporada más. Era el décimo programa del lapso septiembre diciembre de 2019 y ahora sobrevendría un contraataque austríaco alemán, tras la muestra italiana de la sesión anterior. Richard Wagner, con su lenguaje grandilocuente, tendría presencia mediante su preludio “Los Maestros Cantores de Nuremberg” y su “Obertura Tannhäuser”. No menos altisonante, Gustav Mahler haría lo suyo con su “Sinfonía Núm. 4” de duración y formato peculiar, variando cuanto se pudo componer anterior a sus días. Girando sobre sus pies, el maestro elevó la batuta y dio inicio a la última entrega musical programada en agenda, preámbulo al ciclo de ballet en fecha próxima.
Lo emocionante y sublime en los “Maestros Cantores” rebasa cualquier descripción. La música empieza: es una ola gigante que aturde y entusiasma. Los refuerzos en la familia de la cuerda, ciertamente robustecían el discurso, como tal ocurriera con metales y maderas, logrando mayor densidad a los estándares de otros repertorios. El esmero en cada sección se manifestaba con el tremendismo de su sonoridad. Wagner no pide menos. En todo caso, pediría el volumen al doble o quizá más. La interpretación ofrecida, sin embargo, no demeritaba el espíritu de la obra.
Sobre un esplendor casi miliciano, las armonías mostraban la simpleza aparente de su tejido. Sus contrapuntos permiten ser diferenciados y gozarse en medio de una miscelánea de ritmos. Por momentos cuaternarios o ternarios, son abanico de mil recursos, que surten un efecto devastador o sublime, según la evolución en sus compases. La sinfónica se irguió a su mayor capacidad y lo hizo de nuevo, frente a las ovaciones que surgieron instantáneas al acorde concluyente.
Otra sobredosis de Wagner se planteó con su mítica Obertura Tannhäuser, que da nombre a su ópera confeccionada de leyendas alemanas en las que, por supuesto, el eterno conflicto entre luz y sombras, sustenta para describir las pasiones humanas en todos sus matices. Ante lo inminente de esas cargas de sufrimientos, condenaciones y búsqueda interior que determinan al personaje Tannhäuser y a los que le rodean, la obertura es majestuosa cumpliendo a cabalidad los aspectos que vaticina.
Wagner es todo lo intenso que puede ser con la mayor naturalidad. Logra apabullar con sus recursos habituales de fortaleza, con un embate que, como se ha dicho, admitiría aún más de lo que una orquesta puede dar. Wagner es invasivo, agresivo, transgresor y puede ser totalmente lo opuesto, llegando a cotas angélicas de dulzura y sosiego, impensables en sus cuadros anteriores, en los que explota todos los recursos a su alcance. La sinfónica, dirigida con precisión, satisfizo las exigencias del artista, al punto de obtener el aplauso frenético como lo encerrado en sus pentagramas.
Gustav Mahler siempre mantuvo la fama de exigir lo humanamente imposible. Su capacidad para dirigir buscaba ensamblar su profunda consciencia al sonido de cada instrumento, enfrentándose a seres menores que él – sus músicos- cuyas insolvencias, por nimias que fueran, destrozaban sus nervios en reclamos de insólita ira, con la que no puede hacerse otra cosa, que pensar en cambiarse de orquesta. En su lógica, lo que componía era una poción de sentimiento, honestidad y filosofía poética. De este modo era inefable en sus significados, ya tratándose del objeto tangible como del etéreo.
Al no reflejarse con fidelidad lo que nacía en su cerebro, palabras furiosas ahogaban a sus indefensos intérpretes. Detalles así, hacen enajenante que, a los movimientos de sus sinfonías, dé nombres sorpresivamente amables, como la cuarta en este caso: al primero pide ir “sin prisa”, lo mismo que al segundo, que en todo caso debe ser pausado. Al tercero pide conservarse “tranquilo” y al cuarto final designa “muy cómodo”. Esos trazos armónicos son seductores. Al concertino indica cambiar de violín a cada cierto tramo, tan solo para juguetear con la afinación de pasajes que, a veces dirá a dueto con su compañero de atril o en solitario frente al resto de la orquesta, con la finura exigida por precepto.
Solo se puede permanecer inmóvil al escuchar el garbo de sus fortes o sus galimatías melódicos, en los que el clarinete aborda un tema para ser arrebatado con dulzura por el corno, mientras van acompañados de fagotes y flautas y algunas hebras de arpa canora. Todo asciende a niveles inmensos de sonoridad, metales y maderas se desgañitan a todo pulmón. Al menor parpadeo se sublima el canto de los chelos: atomizan el fragor previo y se refuerzan de matices que a veces provienen de la cuerda aguda o del corno inglés.
Un parpadeo nuevo trajo la presencia más esperada de la noche. Gallarda y brillante, la voz de Irasema Terrazas se unió al conjunto sinfónico para expresar el elevado sentido de unas coplas. En ellas, estipula la alteza de cuanto proviene de los cielos, algo que no se puede dar en este mundo. “Las voces angélicas despierten los sentidos” -clama la métrica final- “para que todo renazca con la alegría”. Cada sonido de cada instrumento, incluido el canto de la magnífica invitada, cesó en gradual decrescendo.
El director -Mahler redivivo- sostuvo el calderón* del último acorde hasta desvanecerse el espectro de la nota final. Bajó los brazos y el rostro. Todo permaneció en emotivo silencio, que nadie se atrevió a profanar. Por fin, aquello se llenó de ovaciones rebasando las barreras idiomáticas, las del tiempo, las culturales. El agradecimiento de la audiencia fue entrega a los músicos del escenario, pero también a aquellas mentes admirables que, con sus composiciones, hicieron una temporada sinfónica digna de un rey. ¡Bravo!
*Recurso para alargar una nota o acorde a discreción del director.