“Manchester by the sea” probablemente sea la película más conmovedora del 2016. Dirigida por Kenneth Lonergan, cuenta con las actuaciones de Cassey Affleck, Michelle Williams, Kyle Chandler y Lucas Hedges. La trama gira en torno a Lee, un silencioso conserje que vive en Boston, hasta que se ve obligado a regresar a su pueblo natal debido a que recibe la noticia de la muerte de su hermano. Aunado a ello, un abogado le hace saber que éste, en su testamento, lo ha nombrado tutor de su hijo Patrick, un adolescente de 16 años.
Este traslado entre ciudades cercanas es más que un cambio de geografía: es la confrontación con los demonios de su pasado. Este retorno a Ítaca, a la patria sentimental, nos va revelando que detrás de su aparente hermetismo emocional y su malhumor se esconde un hombre profundamente lastimado por una tragedia familiar de tintes griegos, pues, al igual que Medea, porta en el semblante una herida abierta que no le permite conciliarse consigo mismo.
Sin embargo, no todo es melancolía; este filme no es un valle de lágrimas ni mucho menos, pues no está exento de destellos humorísticos, en especial cuando se explora la relación del Tío/Tutor con su sobrino, un ácido jovencito cuyos intereses oscilan entre sus dos novias, su banda de rock y el equipo de hockey de la localidad. Sólo en esta relación logra verse algún atisbo de afectividad por parte de Lee, un adulto que apenas puede consigo mismo y que, dadas las circunstancias, se ve obligado a cargar con el pesado fardo de un menos de edad que evade el punto de quiebre, aunque se intuya que el derrumbe no tardará en llegar.
La fotografía despliega una paleta de colores fríos, que sirven como fondo para contar una historia que nos dejará igual de gélidos, donde el paisaje es hermoso en su patetismo invernal. El relato está lleno de dramatismo, pero inteligentemente omite los aspavientos y los giros argumentales efectistas. Aquí, el director va urdiendo el presente de su personaje que, al volver sobre sus pasos, va recordando las piezas de su propia debacle, sin que estas retrocesos y elipsis narrativas se sientan en lo absoluto forzadas. Si acaso, son tan orgánicas al desarrollo del filme que pueden llegar a confundir. Es como si experimentáramos en carne propia lo estremecedor y paralizante que puede ser cuando el pasado y el presente se imbrican a cada momento, recordándonos nuestros fracasos familiares, sociales y emocionales.
A ello contribuye un ensamble actoral inmejorable, ya que tanto protagonistas como reparto presentan discretas pero esenciales intervenciones. Michelle Williams en su catarsis se muestra sublime, es una actriz de reparto de lujo; Lucas Hedges se revela como un nuevo talento a seguir. Incluso los otrora ídolos juveniles Tate Donovan y Matthew Broderick, ya en plena madurez, brillan con luz propia a pesar de lo mínimo de sus papeles. Bien dicen que no hay personajes pequeños, sólo actores pequeños…
La actuación de Affleck es poderosa pero contenida. En su rostro crispado nos muestra todo sin decirnos nada. No se lamenta ni se regodea en su autocomplacencia. El dolor es un flagelo punzante que experimenta cada día, mas lo asume con resignación, incluso cuando tiene que hacerse cargo de su sobrino, ahora huérfano ante el abandono maternal. Sin un montaje épico, a través de flashbacks y una banda sonora apuntalada en piezas del repertorio clásico de Albinioni, Massenet y Handel, Lonergan toca las fibras sensibles del espectador como si fuesen un arpa cinematográfica.
Y así, con humor involuntario, uno observa este dramón mientras navega a la deriva en el océano agitado de las situaciones realistas, plenamente humanas, que acontecen en la vida interior de sus protagonistas. No hay redención alguna, ni tendríamos porqué esperarla. Como las olas y la marea, las personas y las emociones se suceden una a una, lo mismo tirándonos que levantándonos en esa encrespada compulsión de continuar resistiendo a toda costa.
Detrás de este tour de force existencial no hay grandes lecciones, tampoco conclusiones. Casi como el personaje, los espectadores tenemos que sobreponernos a la avalancha de sentimientos y reflexiones que este filme provoca. Como si el director y guionista en esta su tercera producción nos dijera que, después de sollozar, debemos estar tranquilos porque después de todo, vivir es abrir los ojos tratando de sobrellevar nuestra miseria personal. Al final sólo queda respirar: cada nuevo día es otra oportunidad de mirar hacia el mar.