Directo desde España un truculento relato erótico…
Un rato antes le conté a la señora del restaurante que estaba buscando casa por la zona. Hablaba sin parar sintiendo un hambre imposible, pero cuando abrí la boca acercándome el vaso de agua y me sobresaltó tu mano apoyada en mi pierna, el hambre desapareció como por arte de magia. Detuve el discurso de mis planes a futuro y te miré buscando una señal de no sé muy bien de qué, mas la señora estaba tan pendiente de mi conversación que no pude interrumpir la charla sin que sonara raro. Y así, sin nada que te lo impidiera, seguiste acariciando impunemente mi muslo al amparo del mantel de flores que cubría la mesa y colgaba como un telón. La función esta vez ocurría detrás. Al fin te tenía donde quería. Nerviosa, aún alcancé a sonreír.
Tragué el buche de agua y mojé mi ropa interior instantáneamente. No sabes qué morbo me dio mirarte y ver lo serio que estabas mientras me tocabas. Nunca había sentido tu mano, nos habíamos visto apenas dos veces y me excitaba tu presencia; las dos veces me había alterado sintiendo algo que no podía definir. Era familiar y cachondo a la vez. Y había fantaseado contigo, me sorprendía lo fácil que era imaginarte muy cerca de mí. Por eso hoy cuando sin esperarlo te vi cruzando la calle, te saludé desde el coche y me detuve e intenté por todos los medios que me acompañaras. Lo conseguí…
Milagrosamente no tenías nada qué hacer. Yo no sabía muy bien donde iba, pero tenía una dirección aproximada saliendo de la ciudad. Dijiste que más o menos conocías la zona y subiste al coche. Íbamos hablando de cosas sin sentido de esas que hacen reír cuando no se sabe cómo llenar el silencio. Y de pronto nos callamos; estuvimos un rato así, yo concentrada conduciendo y pensando lo caliente que me ponía tenerte sentado a tan solo dos palmos. Y tú siguiendo el camino en un mapa que llevaba en la guantera. No lo mirabas en el teléfono, lo cual fue extrañamente acogedor. Es como cuando hoy en día alguien te llama en lugar de enviarte un Whatsapp: te transportas al pasado y te sientes tan cómodo como con tu abuela, mirando avanzar la tarde mientras te relajas disfrutando de su sola presencia.
En fin, el asunto es que me estaba excitando más de lo que podía controlar y no estaba segura de que a ti te pasara lo mismo. Lo cual era un poco complicado al menos para intentar guardar las formas. Paramos un momento y preguntamos por la casa que buscábamos, que al parecer estaba ya cerca. Había un restaurante a la vuelta del camino y yo, para variar, moría de hambre. Estaba oscureciendo ya. Estacioné y pasamos a cenar algo. Cuando entraba creí notar cómo me mirabas el culo y me mordí el labio. Me senté y fuiste al baño. La señora que atendía nos saludó efusivamente, como si nos esperara. Y con un cariño que agradecí me fue recitando lo que tenía de comer.
Estaba frente a mí en la mesa cuando volviste y, contra todo pronóstico, en vez de sentarte delante, te acomodaste a mi lado. Y así nos quedamos hablando los dos con la señora enfrente. Preguntaste por la comida y elegimos unos platillos. Yo un poco alterada por tenerte más cerca aún que en el coche. El asiento era un banco hecho de piedra empotrado en la pared y no cabía la distancia que hubiera sido lógica sentados en dos sillas separadas. Además estabas casi pegado. Continué hablando con la señora intentando arañar algo de normalidad a la escena. En ese preciso momento fue cuando tu mano se posó en mi muslo. Estaba caliente y era grande; yo sentí como el corazón se me salía por la boca. Tenía que seguir hablando y te juro no sabía ya lo que estaba diciendo. Menos mal que la señora hablaba por los dos y me dejó un respiro en el cual yo sonreí como pude diciendo “ajá” todo el rato como una imbécil.
Y tu mano se empezó a mover a la velocidad que crecen las plantas: sentía cada milímetro que rozabas reflejado en mi coño, como en un espejo. Notaba cómo se incrementaba la humedad en mi entrepierna y mis pezones se ponían duros como piedras, sufriendo por querer ser tocados se peleaban a muerte con la tela de la camiseta. Fue ahí justo cuando mi memoria identificó esa sensación brutalmente erótica como algo que ya había vivido, sin conseguir ubicarla. ¿Dónde? ¿Cuando? Espera, ya, sí…
Tenía trece años, fue con mi primer novio. Esto era muy surreal. De repente estaba sentada en el bordillo de la acera con él al lado agarrándome la cintura y nuestros amigos delante, unos sentados, otros de pie. Todos contando idioteces de trece años. Nunca lo había tenido tan cerca, llevábamos algunos días juntos y ese estaba siendo el momento de más intimidad entre nosotros, ese instante cuando su mano se coló por debajo del suéter amarillo sin que nadie más que yo se diera cuenta, y subió tan despacio como era posible hasta encontrar mi pezón izquierdo por encima del body de gimnasia que llevaba puesto. Y creí morir.
Puedo asegurar que fue la primera vez que me excité sexualmente y no sabía muy bien lo que era. Sentí el fuego del morbo antes que otra lengua tocara mi boca. Estuvo rozándome el pezón todo el rato que estuvimos hablando y yo no me podía mover. Lo único que recuerdo es que no sabía cómo me iba a levantar si las piernas me temblaban y que cuando llegué a casa tenía las mejillas coloradas. Y esa sensación de complicidad repentina, de secreto caliente, de “puedes hacer conmigo lo que te dé la real gana aunque no te diga nada” la volvía a tener ahora, muchos años después, pero exacta, copiada, igual de cachonda y de inesperada.
Para ese momento ya tus dedos intentaban apartar mis bragas y yo me sorprendí facilitando la tarea, haciendo un leve movimiento de mi culo en el banco. Te hubiera follado ahí mismo. Pero por lo pronto sólo me tocabas el clítoris que ya reventaba con cada pasada de tu dedo, a punto de estallar. No podía mirarte, sólo escuchaba a lo lejos a la señora que nos servía la cena detrás de la barra sin dejar de reír y contarnos su vida. Y tú le contestabas, menos mal, porque a mí ya no me salían las palabras. Mi mundo giraba completo cuando lo hacía tu dedo, que ahora había bajado un poco y se metía dentro de mis entrañas. No podía cerrar la boca y atiné a pensar que no iba a poder comer. Nos iban a servir la cena, ¿cómo diablos iba a yo a probar nada si lo único que quería comer era la polla que seguro rompía tu pantalón? Quería sacártela y agarrarla y agacharme y metérmela toda en la boca hasta ahogarme, y cuando estuviera chorreando subirme en ella hasta corrernos. Pero por el momento no iba a poder ser. Ahora sólo me iba a venir yo.
Cuando ya me mareaba de tanto calentón, los ojos se me cerraban y hubiera dado un trocito de mi vida por poder gritar del gusto. Mientras la señora nos daba la espalda un segundo, me susurraste al oído “imagina que la sientes abajo” al tiempo que tu lengua me rozaba la oreja. Y pues ya, no hubo más qué hacer, me corrí como pude, la tripa en un segundo se puso dura como piedra. Me agarré a la mesa estremeciéndome, cerré las piernas a la vez que atrapaba tu mano. Hubiera pagado porque se quedara para siempre ahí, siendo sólo mía, sólo tocándome a mí y a mi hermoso coño.
Respiré hondo, soltando el aire como si doliera. No sé cómo encontré una excusa para reírme casi a carcajadas. Carcajadas de gusto infinito. Al fin pude mirarte mientras destensaba mis piernas y sacabas tu mano despacio, cuidando mucho que no notara el tremendo vacío que dejaba tras de sí. Y sonreíste a la vez que chupabas el dedo que segundos antes se bañaba en mi flujo, me tocaste la boca con él y pude oler mi interior. Quise joderte toda la noche, cogerte hasta literalmente no poder más. Chuparte entero, cada trocito de piel, cada esquina de tu cuerpo, hacerte sentir exactamente lo mismo que yo había sentido. Follarte ahí en la mesa, en el suelo, en la pared, sin despegarnos ni un milímetro. Que esta mujer, pordiosbendito, se tuviera que ir de allí, urgentemente y nos dejara solos… que en lugar de cenar nos devoráramos hasta reventar de gusto.
En vez de eso, la buena mujer nos dijo que se había acabado el gas y ¡oh cielos!, había que acercarla al pueblo por un tanque. Tú te ofreciste a llevarla porque las piernas aún no me respondían; te lo hice saber con una mueca de súplica. Te di las llaves del coche y me agarraste la mano unos segundos. “Te espero“, dije. No pude comer nada, me levanté y me hice bolita en un sillón que había en la entrada. Fue ahí cuando me di cuenta: me faltó besarte y de inmediato lo eché en falta. Sentí tantas ganas de besarte que me besé la mano desesperada por no poder comerte la boca. La chupé, me la comí y la volví a besar apenas sin aliento, hasta que me dormí mientras te esperaba. Creo que a lo mucho tardé como dos minutos.