Milagros Embotellados (Holy Air, dir. Shady Srour, 2017) se presentó en el marco del Festival Internacional de Cine Judío en Mérida.
Lamia y Adam son una pareja árabe-cristiana que vive en Nazareth y que busca tener un hijo, aunque él no esté tan convencido. Ella es sexóloga, y promueve un acercamiento más desinhibido y libre a la libertad sexual por día, mientras que en la noche se pone lencería para seducir a su marido –y continuar en su intento de embarazarse–. Él sólo puede pensar en su moribundo padre y en cómo conseguir dinero para pagar el embarazo y la vida del nuevo integrante familiar.
Es así como, visitando tierra santa, se le ocurre subir a la cima del Monte del Precipicio con un frasco vacío y llenarlo de aire. Logra vender su primera botella de aire santo por un euro, entre turistas despistados. Empieza un lucrativo negocio.
La cinta navega en un guion de comedia negra y una cámara bastante estática, con poco movimiento.
El pasado comunista de Adam ha quedado muy atrás, con su interés de recibir consejos para mejorar la venta de aire. Si bien podemos tachar sus intenciones y su producto como algo de muy poca dignidad, lo cierto es que sólo encontró un modo de sumarse a la mecánica general de la sociedad que se la pasa haciendo lo mismo que él, vender aire: el sacerdote que vende –con los boletos de sus tours– una experiencia mística, los vendedores de agua bendita –como Adam lo señala, es el agua que él toma todos los días–, los vendedores de souvenires de poca calidad, la mafia que vende protección, el gobierno que vende permisos turísticos.
Para señalar esta cadena, la película muestra, con la misma composición en cuadro, una detrás de la otra, tres tomas donde Adam logra convencer a la iglesia católica, a la oficina de turismo y a la mafia que den su visto bueno para que circule el nuevo frasco de aire.
El propio Adam también admite que no vende aire, sino “conceptos”. Efectivamente, es aquí donde puede establecerse el límite de su producto. Del mismo modo que un anuncio de condones, refrescos o ropa no vende su producto, sino “sexo”, “felicidad” o “atracción”, la venta de frascos llenos de aire es sólo el siguiente paso en la cadena de compraventa de ridiculeces que ha secuestrado la dignidad de ciudades vendidas al turismo insoportable. Adam es sólo un engrane más en la máquina.
La escena final, donde sucede algo casi idéntico a la escena inicial, nos recuerda que todo puede cambiar (en la vida individual) y aún así, todo seguirá ominosamente igual (en el entramado social).