El viernes 1 de octubre de dos mil veintiuno, la Orquesta Sinfónica de Yucatán iniciaba su tercer programa de la temporada treinta y seis. Músicos y público estaban atentos a la batuta detrás del invitado: el maestro Ramón Shade, que para esta y solo esta ocasión dirigía un ecléctico, pero interesante repertorio, con la riqueza creativa de Joseph Haydn, ofreciendo un sinfonismo como la poesía de Cesar Franck y los ánimos infantiles de Georges Bizet.
Para los últimos años del siglo de las luces -el XVIII- Haydn sumaba la centésima sinfonía de su producción. A donde fuere, disfrutaba las aclamaciones y los mimos, como cuando iba y venía de su casa a la vieja Inglaterra. De esta manera, enriquecía con música a sus anfitriones -enriquecía sus arcas personales- y todos eran felices por su intelecto musical. Haydn ya había deconstruido sus moldes viejos e implantaba recursos novedosos en sus pentagramas. Y lo hacía bien. En el pasado, por ejemplo, su sinfonía noventa y cuatro causó revuelo en Londres -a tamborazos diríase- por un movimiento segundo que rugía, en una dinámica que es un juego de sorpresas. Antes de ello, le habían celebrado sus “Adioses”, con el que pidió vacaciones para su tropa -y para sí mismo- y que fuera la despedida en la anterior temporada de la orquesta de Yucatán.
Así que Haydn estaba dedicado a lanzar vanguardias. Fueron ribetes de sus mejores tiempos que tocaron al siglo diecinueve, siglo que alcanzó a ver y que sería un crisol de revoluciones. La sinfonía “Militar”, de esta ocasión, planteó su clasicismo por medio de fanfarrias que luego variaba con discursos a voces, con recitativos prolongados y finales dulces; y nuevamente, acentuaciones que destacaban aquella enjundia. Por su parte, el maestro dirigía con la naturalidad de quien conversa con sus amigos. Armaba los fraseos, mientras su experiencia diluía cualquier dislocación que, pese a lo evidente de la cadencia, ocurría sin consecuencias. Y de pronto, el acento marcial estaba hecho de percusiones a la turca, con un triángulo rematando glorias imaginarias. La elocuencia daba espíritu al resto de la sinfonía y la orquesta mostraba amplia sus posibilidades. El ánimo de la interpretación mostró la satisfacción del director, sobre todo al recibir aplausos grandes y vítores.
El tema a mitad del concierto fue obra de Cesar Franck. “Las Eólidas”, es un poema que exige dejar atrás una posible emoción negativa porque hay qué convertir en brisa el sonido de todos los instrumentos, hasta los de cuerda. El maestro Gocha Skhirtladze, el concertino, cabildeaba los vaivenes perfectos desde su sección con los súbitos responsos de metales, mientras se intercalaban chelos y violas intensos, de pronto suavizados con la réplica del arpa. Todo era pincelado, a veces por las flautas o por el conjunto de maderas y nuevamente, por el suave contradecir de los violines. Aquel vigor se fue derramando, hasta quedar en manos del concertino, la resolución de cuanto se había dicho: la melodía fue diciendo adiós, haciéndose débil y cada vez más lejana.
La entrega final, fue una colección de temas infantiles que aquel Bizet célebre por su gitana, compusiera con la alegría de la paternidad. Toca las emociones pueriles: primero, con el frenesí de una marcha de soldaditos -eco excelente de la pieza de Haydn; luego, con la canción de cuna para una muñeca -su hija- y con el baile de un trompo, que a pizzicatos y escalas anuncia sus giros cromáticos y termina menguando para que la niña duerma. La alegría finaliza con un baile estilo húngaro, presente en obras innumerables, más para acompañar los sueños de una pequeñuela que la recolección de antiguos relajos.
La precisión y los matices fueron ingredientes principales en cada partitura. El maestro invitado consiguió hacerse seguir y la orquesta de nuevo brilló. Fue una presentación virtuosa en sus efectos -una oleada de belleza- con el ímpetu que, doscientos años atrás, invadía a toda Europa. Haydn y los demás, con un ejército de música, han sido magníficos invadiéndonos aquí y ahora. ¡Bravo!