El programa compuesto por Beethoven y Bizet fue colmado de aplausos
Extraño dueto elegido para una noche de concierto. La sonoridad de Beethoven, que se adueña inevitablemente de cuantos le llegan a escuchar, fue puesta en contraparte a la sonoridad de Bizet. Vistos desde esferas diferentes, cautivaron en términos de clásico refinamiento el primero y con estirpe española el segundo.
Beethoven, con la maravilla que siempre ha sido su Opus 21, primera sinfonía de las nueve legadas al patrimonio universal, comienza dibujando figuras melódicas, con todos sus claroscuros, que pudieran recordar el candor hallado en Mozart, con la salvedad de que este conservó su espíritu niño gradualmente más sagaz, hasta llegar a las cotas más elevadas del clasicismo suyo. En cambio, Beethoven, muestra una inocencia completa, como la diáfana conversación entre una madre y su pequeño hijo o entre ángeles, que vienen siendo lo mismo.
Los cuatro movimientos que la integran, abarcan toda la paleta de matices, a lo que uno jamás se desacostumbra, de aquel nacido en Bonn. La notoriedad de sus frases, expresada en pianísimos y fortísimos, hasta pareciera sospechosa en su energía durante el segundo episodio, cuando el Andante cantábile con moto, continúa generoso la inercia planteada por el primer movimiento Adagio molto, Allegro con brío, muestra irrefutable de lo errado que sería considerar al compositor un ser de este mundo. La gracia infinita que emana y cómo fluye, no se puede describir. Emociona, eleva, mueve a sonreír y sin embargo, sigue en su sostenido propósito de asombrar sin pretenderlo. Beethoven escribe notas musicales que son pedazos de gloria y nada más. El Minueto Muy Alegre y Vivo, su tercer movimiento, con aderezos de trompeta y percusiones, desarrolla más y más virtudes, como si lo anterior pudiera sentirse insuficiente.
En la alegría del movimiento final, enmaraña un Adagio dulcísimo que transige hacia un nuevo Muy Alegre y Vivo, que empieza jugando a las escalas, con la respuesta animada e inmediata de cada sección instrumental. Los acordes con sus golpes orquestales, en la plenitud de su discurso, tajantes, gigantescos, imposibilitaron perder detalle alguno, hasta que finalmente, todo se resolvió en un despeñadero de aplausos, celebración merecida de una sinfónica que registraba el regreso del primer concertino Christopher Collins, bajo la tutela de una nueva mano, la del maestro mexicano José Areán, invitado a dirigir el séptimo programa de la temporada septiembre-diciembre 2017, en la noche del 17 de noviembre.
Permanecía la expectativa afín al resto de la jornada musical: un Georges Bizet que origina el enunciado – quizá malintencionado, quizá no – de que la mejor música española es francesa. Llegó el momento para disfrutar su adaptación instrumental en formato de doble suite – con seis partes cada una – de su rúbrica indiscutible, la ópera Carmen. Estándares famosos en el gusto popular, lo son por la extensa utilización en la cinematografía y otros medios. Entre los párrafos más influyentes en la memoria colectiva destacan: “Los Dragones de Alcalá”, la “Marcha de Toreadores”, la exuberante y feliz “Habanera” y desde luego, la “Canción del Toreador”, que en ningún momento menoscaban la belleza de las otras que son las demás en cada colección de temas.
El maestro Areán había planeado la interpretación sin escalas de la primera suite a la segunda. Su mano izquierda, diestra para cada matiz y cada sentido requerido, más que instrucciones daba las señas para articular lo que el compositor decía querer. La mano derecha, sosteniendo la batuta, hacía crecer los acentos y el tempo esmerándose en cada fracción de cada suite. La respuesta orquestal en todo momento exacta, fue minuciosa con imperceptibles rezagos de alineamiento.
Tal riqueza melódica ofrecida en el recinto Peón Contreras, dio a experimentar el flirteo de pasodobles y marchas. Tangencial en lo que podría ser erotismo, bravura, galantería, todos mezclados y engarzados en el esplendor de su estruendo y en sus detalles más pequeños, mantuvo la invención de armonías y tonadas variables, reconocibles al instante. Cálida, más liviana o densa por momentos, la dupla de suites fue admirada con grandes celebraciones.
Finalizando el magnífico recital, la ovación propició el retorno a escena del invitado, que agradeció el júbilo de la audiencia y que se desempeñó fiel intérprete de tan inesperado coctel de compositores. Quizá no se atrevió a catálogos más inexplorados, pero hizo bien al elegir las obras, ya que en efecto, logró sus metas. Simultáneamente a las flores entregadas a sus manos, que hablaron tanto, la sinfónica en pleno, puesta en pie, había demostrado el virtuosismo que fue requisito de la primera a la última nota. ¡Bravo!