Prólogo de Hernán Lara Zavala y un cuento de Aída López.
Despedida a una musa y otras despedidas contiene una veintena de relatos en donde es posible apreciar el desarrollo y el talento narrativo de Aída María López Sosa. El libro se inicia con textos muy breves de carácter más bien fantástico que recuerdan los textos de J. J. Arreola en lo que él llamaba “Varia invención”: la desaparición de las mujeres bellas en un pequeño pueblo, la muerte súbita de una novia en su despedida de soltera, el asesinato de un pretendiente a manos de la mujer amada, el enamoramiento de un hombre por una muñeca de plástico y una psicópata que imagina que los gusanos han devorado su corazón.
No obstante, a partir del texto titulado “Mascarada”, Aída María parece haber encontrado ya su voz y los cuentos adquieren mayor seguridad, complejidad y hondura, son más ambiciosos, de carácter claramente psicológico y exploran desde diversas perspectivas sobre todo—aunque no únicamente—el mundo de la mujer y las ambigüedades de sus afectos. A partir de este cuento, que narra la historia de dos primas, Verónica y Sofía que compiten entre sí en busca de pareja, las narraciones de Aída se vuelven más realistas y la exploración de los personajes resulta más interesante pues la narradora se adentra en los conflictos de sus personajes generalmente dejando los finales abiertos; el cuento que le da título al libro “La despedida” es breve pero lleno de dramatismo porque trata otro tema cercano a la sensibilidad de Aída: la muerte violenta.
Los cuatro últimos cuentos, “Cumpleaños cabalístico”, “Cuatro viernes, “Servicio al cliente” y “Duda letal”, forman un excelente conjunto para cerrar el volumen, efectivamente lleno de adioses. “Cumpleaños cabalístico” narra el festejo de un hombre—Federico—que cumple 31 años un martes 13 de abril y el capicúa de 31 y 13 lo perturban porque con su carácter maniaco depresivo le parece le parece que augura alguna tragedia. A la celebración del cumpleaños del protagonista asiste un santero cubano que intenta acudir en su auxilio. “Cuatro viernes”, que ocurre en Londres, es un auténtico tour de force que vale la pena leer.
“Servicio al cliente” es un cuento breve pero intenso que explora los misterios eróticos entre dos mujeres. Y finalmente “Duda letal” es también un cuento complejo en el que al protagonista Martin Fredericks le siembran una duda que transforma la visión de todo su pasado. Se trata de un libro original, interesante, profundo de una autora que entra a la narrativa con pie derecho y que seguramente dará todavía mucho de qué hablar.
A continuación, les dejamos un adelanto del libro: “Hemofobia”, uno de los cuentos de Aída López que compone el volumen “Despedida a una musa y otras despedidas”.
HEMOFOBIA
Cuatro pies entrelazados, las uñas esmaltadas en morado y negro, era lo único que sobresalía de entre las sabanas color bermellón. En la habitación recién iluminada por la aurora, dos mujeres, una a un lado de la otra, sin visibles marcas de violencia, permanecían silenciosas, como dormidas, aunque los que estaban ahí las sabían muertas. Cualquiera podría imaginar que reposaban después de horas de orgasmos; la lente no alcanzaba a ver la diferencia entre estos y la muerte. Los agentes escudriñaron los cuatro metros cuadrados de paredes blancas y alfombra vetusta apenas decoradas con el poster de un grupo desconocido de rock. Registraron cada detalle, el más mínimo podría servir para esclarecer los hechos. El sol había comenzado a hacer sus primeros estragos, el bermellón ahora candente ofuscaba las pupilas que poco a poco iban cediendo al exceso de claridad. Claridad que necesitaban para encontrar las pistas que los llevarían a resolver el crimen, suicidio o lo que fuera.
La fotógrafa sacó de su bolsa un par de guantes blancos y se los colocó en sus manos temblorosas, mismos que enseguida absorbieron el sudor destilado. Cuidadosamente destapó los cuerpos. Parecía que tenían un acuerdo entre ellos, estaban cuidadosamente acomodados, los brazos de ambas estaban cruzados tocando el sexo de la otra, los dedos de una se perdían entre el vello púbico de la otra. Sus carnes tatuadas, perforadas, escuálidas y descuidadas, dificultaban calcular las edades. Una era visiblemente mayor. Después enfocó con temor la lente hacia el único buró que se encontraba al lado izquierdo de la cama. Encima estaban dos copas vacías, una botella a medio terminar de cerveza Palma Cristal, un cenicero con seis colillas de Benson mentolados y junto a este una cajetilla con aún tres cigarros sin fumar; hojas de papel arroz y una pequeña libreta parecida a un directorio. En el piso entre la cama y el buró, un calcetín de hombre, azul marino, al revés.
Posterior al recuento de los hechos, acordonaron el sitio y el equipo de investigación bajó del cuarto piso en busca de la salida. Una voz de mujer blasfemó desde el interior de uno de los departamentos cuando los vio pasar: Así tenían que acabar, acotó sentenciosa, siempre lo dije, ese tipo de cosas que no son de Dios, tarde que temprano son castigadas. Eso de meterse entre mujeres es del diablo y peor aún, cuando se meten entre varios. El Ministerio Público aprovechó la lengua suelta de la mujer, la dejó hablar mientras le hacía preguntas, mismas que eran respondidas a borbotones como lava expulsada de un volcán: verá, varios vecinos ya se lo habíamos dicho al dueño que no debía rentarle a putas o maricones, menos a lesbianas, o a drogadictos, pero con tal de cobrar su renta no le importó, ahora a ver cómo sale de este lío. ¿Usted vio algo raro anoche?, preguntó un agente, pues raro todo desde que se cambiaron hace tres meses, respondió. Salían de mano hombres con hombres y mujeres con mujeres, hasta extranjeros. Olían a hierba, como a petate quemado, espetó la mujer.
Mientras esperaban la llegada del forense para el levantamiento de cadáveres, la fotógrafa tomó imágenes del exterior. La calle arbolada, uniformada con edificios amarillos de cuyas azotehuelas serpenteaban telas de colores, lograban distraerla de su ansiedad. Los carros estacionados, las placas, los transeúntes, la fachada de la casa de enfrente con el anunció: “Se vende yelo”.
Intentaron reconocer algún rostro, algo que pudiera despejar el enigma. Parecían envenenadas a la Romeo y Julieta. Nadie hablaba, solo cruce de miradas, como si alguno tuviera la mejor línea de investigación que los llevaría a la verdad.
En el camino no encontraron nada que pudiera llamar su atención. Algunos bares entreabiertos derramaban agua jabonosa, vendedores ambulantes, una tienda de abarrotes desolada en la esquina. Cien metros a la redonda y sin una pista aparente de lo sucedido en el sórdido departamento de la calle Oyamel del paradisiaco Cancún.
Cuando llegaron a la oficina la fotógrafa se sintió mareada, con nauseas, pálida y temblorosa pidió permiso para retirarse. A últimas fechas decía que no le hacía bien estar en la escena del crimen, eso la ponía mal debido a que estaba desarrollando fobia a la sangre, afirmación que sostenía aun sin tener diagnóstico médico e incluso en escenas sin sangre. Los síntomas disimulaban el verdadero origen de su nerviosismo.
Salió a esperar a un taxi. Le urgía avisar al “Cubano”. La botella de cerveza en la habitación abriría una línea de investigación hacia personas de esa nacionalidad, que llevaría a desmantelar la red de pornografía para la cual ella se desempeña en lo mejor que sabía hacer: tomar fotografías.